Revista Cultura y Ocio

El vestido azul - Michèle Desbordes

Publicado el 11 julio 2018 por Elpajaroverde
Estoy perdida, desorientada, enmarañada. Mi desubicación es pasajera pero no me engaño (no os engaño), sigo atrapada en ramas de enredadera, borracha de aromas embriagadores, vagando en un laberinto de jardín. Pero el laberinto no es el típico creado y cuidado por jardineros, sino salvaje y asilvestrado y yo, ya no busco desesperada una salida. Paseo, retrocedo, avanzo, rodeo; inhalo, me dejo abrazar por el follaje, porque sí, estoy en un jardín, pero toda la exuberancia que se me antoja cuando me introduzco en él pronto se disipa. En mi mente solo hay cielo azul, una ligera brisa y una pradera interminable en la que tan solo habita una silla. Veo la silla vacía aunque sé que en ella está Camille, esperando. Pero a Camille no la veo porque a Camille no hay que verla, no hay que ver su belleza marchita, su cojera, su resistencia vencida transformada en resignación. A Camille hay que sentirla y yo la siento.
El vestido azul - Michèle DesbordesLa Camille que yo siento es la Camille que me ha hecho sentir Michèle Desbordes y ya no quiero sentir otra, conocer otra, saber de otra. Para mí Camille existe porque Michèle la ha creado y no importa si mi Camille no es exacta a la Camille de Michèle o si la de Michele difiere en parte de la verdadera Camille, al fin y al cabo «nadie sabe lo que, en la tristeza de sus hogares y de sus habitaciones, piensan aquellos que ya no tienen nada que perder».
Y Camille no tiene nada que perder porque aprendió demasiado pronto que en la vida nada es perenne, que todo es finito, que el final de las cosas es siempre inminente, está acechando a la vuelta de la esquina, es polvo de yeso que se pierde entre los dedos, el mismo yeso con el que Camille moldeaba y captaba lo efímero; y pienso ahora que tal vez Camille no aprendiera sino que naciera aprendida. Y la habitación de Camille es triste, sí, como más triste es el edificio que la alberga, como triste, también, sería el jardín que lo circunscribe si no fuera porque allí está Camille, Camille esperando, Camille con su tristeza y su soledad.
«Y aquello duró quince años, que ella contó una y otra vez, y durante los cuales, una carta tras otra, había pedido a su madre que tomara el tren rápido para ir a verla y sacarla de aquel manicomio donde se marchitaba, y la madre murió sin haber cogido jamás el tren rápido o lo que hubiera que coger para llegar allí, ni decir nada que no fuera lo que llevaba diciendo desde el principio, a saber, que todo era cuestión de acostumbrarse y que con el tiempo uno se acostumbra a todo; sí, un día ella, Camille, acabaría por acostumbrarse a aquello, a aquella casa, a aquella distancia -y en aquel momento ella tenía más de sesenta años, no la madre, sino la hija; pronto tendría setenta y decía que no podía olvidar-, de modo que un día ya no pidió nada más, y se sentaba en aquellas sillas, sin moverse, vieja, tan vieja que cuando él venía apenas podía reconocerla.
Sí, aquel día, para ella desconocido, en que, a pesar de las súplicas, los lamentos y los reproches, sin saberlo, siquiera, renunció; aquel día que, con una línea invisible, con una frontera invisible, señaló por última vez el tiempo de antes y el tiempo de después, el imposible y doloroso reparto, y el definitivo. Llegó el día en el que ella no tuvo nada más que decir ni que pedir, en el que la rebeldía y la cólera dejaron de tener sentido; ese día llegó, y ¿acaso no estaba ella allí, encerrada y arrepentida, y sumisa como él deseaba que fuera, sin hacer nada que él pudiera reprobarle, escribía él en sus libros, aquella figura clara y nítida delante de él como el plano de una iglesia bien calculado con la regla y el compás? Más sumisa que nunca, y caminando por aquellos senderos, por aquel parque, por aquel jardín donde ella no veía más que a enfermos y locos, y no salía más; vivió allí otros quince años, los últimos, y eso harían treinta en total, errando por allí arriba los días de buen tiempo, entre los árboles y las garrigas y pensando en él, que quizá no tardaría en venir, así que bajaba a las oficinas y preguntaba si había alguna carta para ella, asociando a Paul con los cielos azules, con la dulzura del aire, con aquella especie de calma, de tregua que parecía haber a su alrededor, ignorando aún que cada verano, cada primavera de los años por venir ella lo esperaría de la misma manera. Que siempre llegarían aquellos días de cielo azul en los que ella empezaba a aguardar su visita, y a veces él iba, decía que había podido ir, y otras veces había años que no lo veía, estaba en Brasil durante el final de la guerra, o en Washington, Copenhague y Tokio; no lo veía y anotaba en sus cuadernos los años, las estaciones, así como el día y el mes de las visitas, y en sus cartas les hablaba siempre de manicomios, escribía que ese tipo de lugares eran lugares para hacer sufrir y que nadie podía hacer nada al respecto, ni ella ni quienes estaban allí con ella; sobre todo, decía, cuando nadie venía nunca a verlos. Eso decía».

El vestido azul - Michèle Desbordes

My Favorite Chair. Fotografía de Chris Burke


Eso decía Camille, eso escribía en sus cartas y, a mí, la Camille que me hace sentir Michéle Desbordes se me antoja una carta sin principio ni fin, una composición desesperada, una canción de cuna en la que mecerse y mecer al hermano, arrullándolo como arrullan las olas calmas de un mar de verano. Hermano cómplice; hermano verdugo, cobarde, traidor; hermano alma gemela; hermano que abandona sin abandonar; hermano que tal vez no resistió verse reflejado en ella.
«Escuchaba y callaba al lado de él; estaban las cosas que se decían y las que no, y cuando guardaban silencio ambos sabían de qué se trataba, siempre lo habían sabido, y nunca se habían necesitado las palabras, como entonces, cuando, igual que él -¿se acordaba ella?-, hablando del amor hablaba en realidad de la muerte, diciendo de aquellos dos a quienes moldeaba en arcilla, yeso y bronce -el hombre y la mujer inmóviles en su danza amorosa, detenidos en el tiempo, que no avanzaba-, diciendo que no podía hablar de eso, del amor, más que hablando del modo en que hubiera hablado de la muerte, de la sombra profunda, mientras que el instante que representaba ya no existía; allí estaban los dos en aquel momento de vértigo, de infinito suspense, fuera del mundo, fuera del tiempo; representaba aquello que no volvería, que no podría volver jamás, ¿cómo no verlo?, ¿y quién mejor que él para comprender?»
Yo. Yo la comprendo porque la siento, siento a esa Camille capaz de morir por y de amor, que muere al sentir que el amor muere. Siento lo que fue Camille y en lo que la convirtieron, su lucha y su renuncia, su desesperanza esperanzada. Siento lo que Camille es para mí.
Mi Camille es un vestido blanco, mi Camille es un vestido ajado, mi Camille es un vestido azul, azul de ojos, azul de cielo y mar de verano. Mi Camille es silla en un jardín, es arte vivo cincelado. Mi Camille fue efímera cual estrella fugaz pero Michèle Desbordes la ha convertido para mí en inmortal.

El vestido azul - Michèle Desbordes

La Valse, de Camille Claudel. Fotografía de Scott Lanphere


Esto sobre mi Camille, sobre la auténtica Camille Claudel os invito (casi os ruego) a pasaros por aquí.
Ficha del libro:
Título: El vestido azul
Autora: Michèle Desbordes
Traductor: David M. Copé
Editorial: Periférica
Año de publicación: 2018
Nº de páginas: 152
ISBN: 978-84-16291-65-6
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