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El viaje al poder de la mente (2010), de eduardo punset. lo que nos pasa por dentro.
Publicado el 18 noviembre 2014 por MiguelmalagaCon este Viaje al poder de la mente culmina la trilogía que dedicó Eduardo Punset a las emociones. Si en los dos anteriores examinaba los últimos descubrimientos científicos en torno a la felicidad y al amor, ahora se centra en el órgano del que provienen ambas. Como dice el mismo autor, saber lo que nos pasa por dentro es fundamental para conocernos a nosotros mismos. El cerebro sigue siendo en gran parte un misterio que se va desvelando poco a poco. Algunos descubrimientos no son agradables, pues desvelan que en buena parte de nuestra vida nos guiamos por instintos: es el inconsciente el que nos gobierna, el responsable de la mayor parte de las decisiones que tomamos en el día a día, porque si nos parásemos a meditarlo todo, apenas podríamos actuar. Esta idea nos hace sentir como una especie de máquinas programadas para actuar de determinada manera ante diversas situaciones. Estoy exagerando, claro, pero es cierto que hay actividades muy complejas, como conducir, por ejemplo, que se realizan de manera automática y precisamente durante el aprendizaje, cuando más pensamos en lo que estamos haciendo, es cuando peor se nos da.
El viaje al poder de la mente es, desde luego, un ensayo ideal para celebrar en torno a él un club de lectura, por cuanto su contenido divulgativo es amplísimo. Una de los asuntos al que más tiempo se dedicó fue al de la evolución humana, cómo un animal de una especie de homínidos fue transformándose en lo que somos ahora. Una de las claves de esto fue la vida en comunidad: el sentimiento de pertenencia a un determinado colectivo es uno de los más fuertes que puede experimentar un ser humano, es algo atávico y relacionado fuertemente con la necesidad de seguridad que solo un grupo puede proporcionar contra el enemigo, real o inventado. Según cuenta Punset, quizá el origen primitivo del Estado tuvo que ver con la invención de la cocina: hacía falta organizarse para vigilar la comida almacenada y poder sobrevivir como grupo. No obstante, estos instintos que aún permanecen en nuestra genética, a veces casan mal con la forma de vida moderna, aunque todos hemos experimentado alguna vez la sensación de poder que otorga el fundirse con una masa:
"Existen personas capaces de dar la vida por un equipo de fútbol o de quitársela a otros porque son de una etnia o nacionalidad diferente de la suya. A quienes están lejos de estos conflictos, estas divisiones les parecen extrañas, pero cuando las viven desde dentro resultan ser determinantes. Desde fuera se aprecia el componente absurdo en esas pasiones. «No tienen ningún sentido», decimos. Pero cuando se trata de cosas sobre las que se tienen sentimientos viscerales, no resulta fácil distanciarse."
En relación con ésto, parece que lo que creíamos un instinto, la acción violenta, no lo es tanto. La violencia se puede también aprender, está relacionada con el intelecto. Los primeros años de nuestra existencia son decisivos a este respecto. El cómo seamos tratados en la infancia puede dejar una impronta que influya en nuestro carácter el resto de nuestra vida. Aunque hay mecanismos para corregir esto: se trata de la plasticidad del cerebro o neuronal: la experiencia y el aprendizaje posterior nos permiten cambiar.
Lo que nos diferencia de lo animales es que en nuestro caso podemos ejercitar violencia gratuita, no para defendernos o defender nuestro territorio, sino por todo tipo de razones, entre las que destacan la venganza, una invención genuina de nuestra especie:
"La violencia de la que formamos parte, que vemos todos los días en nuestro mundo, no es un instinto, no es un instinto atávico que hayamos heredado del pasado porque sí. La violencia es el subproducto de la sofisticación cognitiva, en el sentido de que si nos hieren, por ejemplo, tenemos que pensar en el castigo, y el castigo es algo en lo que no pensaría un insecto ni un reptil. Lo que se desprende del estudio de los orígenes de la violencia es casi aterrador: la violencia es el subproducto de la inteligencia. Si no fuésemos más inteligentes que otros animales, seríamos menos violentos."
Aquí conviene hacer referencia al experimento Milgram y a otros de índole parecida que se desarrollaron recién concluida la Segunda Guerra Mundial, para intentar explicar esa obediencia casi sin fisuras a la autoridad que habían conseguido los totalitarismos europeos en poblaciones que, en muchos casos, habían sido educadas en los valores de la libertad y la democracia. Los experimentos fueron concluyentes: la fascinación por la autoridad suele ser más fuerte que nuestros principios morales. Cabría decir que para juzgar las acciones malvadas de una persona, habría que tener en cuenta el contexto o periodo histórico en el que se desarrollan. ¿Cómo hubiéramos actuado nosotros de haber sido arios durante el nazismo? ¿Habríamos renegado de él, como hicieron Sebastian Haffner y pocos más o hubiéramos abrazado con entusiasmo su doctrina, como hizo la mayoría?
Contradiciendo la imagen optimista de que goza como personaje público, la efigie del hombre que dibuja aquí Punset es en ocasiones bastante perturbadora y antitética, como cuando dice que "la inteligencia transforma el afecto en amor y la agresión en castigo y ganas de controlar". Somos seres que pasan su existencia amando al otro y a la vez maquinando como conseguir una posición preemitenente sobre él: el poder es un instrumento que siempre ha fascinado al animal humano. En cualquier caso sí que debemos estar de acuerdo en que la mayor parte de nuestro paso por la vida suele transcurrir de forma apacible, aunque siempre nos revolotee la sombra de la angustia por el futuro. Poseemos un mecanismo, a lo mejor un tanto irracional, para combatirla: el optimismo atávico, que proviene de una moral innata anterior a las religiones, la creencia de que todo será mejor con el paso del tiempo, algo que ayuda a desarrollar lo positivo del ser humano: el altruismo y la generosidad.