Los dinosaurios y la animación están unidos desde el principio de la historia del cine. Uno de los primeros cortometrajes animados, del pionero Winsor McCay, nos mostraba a Gertie, el dinosaurio nada menos que en 1914. Una década más tarde, en imagen real, se estrenaba El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925) en la que aparecían todo tipo de saurios terribles animados por otro genio, Willis O´Brien. Era quizás cuestión de tiempo que Pixar se ocupase de estos animales extintos, siendo como son el principal referente -occidental- en el campo.
Como Gertie, Arlo es un apatosaurio, de cuello largo y sobre todo, herbívoro. La película resuelve fácilmente el cacareado anacronismo de las famosas películas de Hammer Films -como Hace un millón de años (Don Chaffey, 1966)- en las que cavernícolas y dinosaurios convivían malamente. Esta idea es la primera sorpresa de El viaje de Arlo, que desvela un planteamiento muy original que la emparenta, extrañamente, con El planeta de los simios (Franklin Schaffner, 1968). El pequeño compañero del dinosaurio es un humano que solo emite gruñidos y que está caracterizado con la sabiduría expresiva a la que nos tiene acostumbrados Pixar.
Si costaba imaginar a un niño disfrutando plenamente con Del revés (Inside Out) (Pete Docter, Ronnie del Carmen, 2015), El viaje de Arlo parece enfocada a un público más infantil. Con menos humor de lo habitual en una película de Pixar -se echa de menos algún personaje secundario memorable- el título en castellano aclara de entrada que estamos ante una historia lineal, casi minimalista, en la que el protagonista realiza el clásico trayecto físico que conlleva un crecimiento espiritual. La película apunta primero y sobre todo a las emociones, en un viaje iniciático que tiene puntos en común con El libro de la selva (Wolgang Reitherman, 1967).
Cuando la animación digital sustituyó al stop-motion ganamos en fluidez, en la perfección de los movimientos, en la integración de los personajes reales con los animados. Pero perdimos presencia física. La forma en la que la luz impactaba en el King Kong de 1933, las sombras que generaban sus movimientos, la fisicidad de la piel de oso que cubría su esqueleto metálico articulado, me hacían preferir, siempre, la animación tradicional. El viaje de Arlo ha cambiado esto. Lo que han logrado los animadores de Pixar con la luz, con las escamas de su dinosaurio, con el agua, con las hierbas que se mecen con el viento, es un prodigio técnico. Una obra de arte que merece ser vista en una pantalla de cine.