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El viaje de la perla

Publicado el 21 noviembre 2011 por Cosechadel66

Este texto fue realizado para el número 3 de la Revista Entropía, un fantástico proyecto de @jsanz en donde podréis encontrar mucho de buena literatura de gente maravillosa de el Patio y aledaños. Echarle un vistazo (y mejor una mano) que merece la pena.

El viaje de la perla

Foto: 20minutos.es

Cuando naces en forma de lágrima, ya puedes darte por llorado. Es una variante de aquello de la canción: “Si naciste pá martillo, del cielo te caen los clavos”. Y poco más o menos eso es lo que le pasó a la protagonista de nuestra historia, que no es otra que una perla. Una perla bella y singular, hecha de mar y testigo de muchos cuellos y cabezas de otras tantas historias. Era una perla, y nació….

Había una vez, en un mar tan lejano como los amores imposibles, una Dama del Mar. Era antigua como el sueño y bella como el mar donde reinaba. Dicen los ancianos que un día, rota por un amor perdido con un Señor del Viento frío y distante del sur, lloró por primera vez, y una única lágrima recorrió las olas que formaban sus mejillas. Al llegar al fondo, esa lágrima se convirtió en la perla más bella que jamás nadie hubiera visto.

Bueno, convengamos en que no fuera exactamente así, pero hay que reconocer que es un principio a la altura de la joya. Una rara perla en forma de lágrima, de gran belleza, que es encontrada en el Golfo de Panamá, posiblemente alrededor de 1515.  En aquel tiempo, los españoles eramos como los chinos y la Coca-Cola: estábamos en todas partes. Y por eso era normal que una joya de tan excelentes características fuera a parar a nuestras manos. En concreto, tras unos añitos por América, a las de un tal Felipe II. Hay gente que dice que se la regaló a su novia, una reina con nombre de cóctel e inglesa, Bloody Mary, o María la Sangrienta, para entendernos, aunque ella prefería lo de María Tudor. Como al final el tema no cuajó o puede que, simplemente la perla nunca fuera suya, aunque parece que la lleva en algún retrato, nuestra perla protagonista volvió para tierras españolas.

Allí se incorporó a las Joyas de la Corona y lució imponente en el cuello de las Reinas de España, al menos hasta que empezamos a dejar de pintar en los asuntos mundiales, que fue más o menos tocar fondo al mismo tiempo que un tipo bajito y cabreado, con la mano en el pecho en plan El Greco aunque ya hubiese querido él tener su altura, comenzó a dar hostias por Europa en plan aquímandoyo. El amigo Napoleón tenía dos manías principales, a saber, la de ganar batallas sin despeinarse (también era verdad que no tenía demasiado pelo para hacerlo) y la de colocar a sus familiares como reyes de los países que conquistaba. Aunque no sabemos si la cosa fue jugada a los chinos, al dominó o al Billar (frances, faltaría más), el caso es que a nosotros nos tocó su hermano José, con el que enseguida cogimos confianza, tanto como para llamarle Pepe, y añadirle lo de la Botella, aunque estó ultimo más que tema de confianza era por tocarle la moral, y eso.

Los franceses en España, realmente, más que darle a la botella, lo que hicieron fue llevarse todo lo que pintaba de valor, que mucha Igualité y Fraternité, pero también mucho Robaré. Por ejemplo, Pepe ni dudó en llevarse la Perla Peregrina, que así se había terminado por llamar, no sabemos si por los viajes (y los que le quedaban a la pobre), o porque su significado no era el mismo de ahora, y venía a ser algo como “Raro, de gran belleza, extraordinario”. Pepe no tuvo ningún reparo en ofrecer la pieza para financiar a su sobrino Carlitos, que la historia conocería como Napoleón III y que, curiosamente, terminaría casado con la española Eugenia de Montijo, que sería la última Reina de los franceses. Carlitos se la vendió a un noble ingles, Duque de Abercorn para más señas, que se la regaló a su mujercita para que fuera vacilando de joyas y marido por esas fiestas de Dios.

De la Duquesa no conocemos el nombre, pero sí su negativa a taladrar la perla para poder engarzarla mejor, con lo que, por lo visto, se le perdió en más de una ocasión. Así es la vida, yo perdiendo mecheros y bolígrafos, y las duquesas que pierden perlas, en fin. Entre perdidas y encontradas llega nuestra perla en 1914 a un joyero también inglés, quien pudo ser que la encontrara en una de esas ocasiones que la Duquesa andaba perdiéndola, o simplemente la obtuviera en uno de esos azares de la vida que hizo que el Duque necesitase guita. El joyero pone a la venta la perla y un joven llamado Alfonso y apellidado como los martes que dan mala suerte se interesa por ella por aquello de tener un detalle con su novieta Victoria de Battenberg. Pero he aquí que nuestro Rey tenía mucho mejor las intenciones que el bolsillo, que no le llega para adquirir la Peregrina.

No parece haber mucha más gente interesada en la pieza, que va a cubrir la última etapa de su viaje de casi 5 siglos volviendo, cosas de la vida, al continente de donde salió. Aunque no a Panamá, sino a la más glamourosa California. Podríamos decir que la terminó comprando Marco Antonio para regalársela a Cleopatra, y todo quedaría como más bonito, pero más bien fue Richard Burton quien la compró por casi 18.000 € de 1969 para colgarla en el cuello de una mujer de ojos violeta, Liz Taylor. Fue por entonces cuando  la Peregrina tuvo la última de sus aventuras, aunque quizás la que menos le gustaría contar, si es que pudiera. Como cuando convivía con la señora Duquesa, a la Peregrina le dio por peregrinar desde el collar hasta el suelo, donde un caniche de la actriz, bastante más rápido que ella, le dio un par de mordiscos antes de que pudiera recuperarla. En 500 años, del Golfo de Panamá a un caniche golfo. No es mal viaje.

Hay gente que dice que la perla de Liz no era la auténtica perla Peregrina y que sus viajes fueron distintos, acabando en el joyero de la actual Reina Sofía. También he leído por ahí que la joya de la Taylor se ha subastado a favor de las víctimas del SIDA. Quizás algún día volveremos a saber de ella, envuelta en alguna historia que hará honor a su nombre. Y puede que, dentro de algún tiempo, vuelva a perderse y acabe, como seguro que a ella (y a mí) nos gustaría, cayendo al fondo del mar, donde una vieja dama sonreirá al ver que su lágrima, a pesar de ser tan peregrina, vuelve cerca de sus mejillas.


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