Tras el conveniente (e imprescindible) impulso inicial, la inercia puede llevarte muy lejos. A este burgomaestre (dicho sea por citar un ejemplo próximo) le condujo a 300 kilómetros de su lugar de nacimiento, lo que resulta una distancia de longitud infinitesimal comparada con la que ha llevado a la nave Voyager 1 a salir, esta misma semana, de nuestro Sistema Solar, habiendo recorrido unos nueve mil millones de kilómetros (o cifra parecida, igualmente inimaginable), pese a haber iniciado su andadura diecisiete años más tarde que yo. Al igual que este burgomaestre (y las personas que están hechas como él), el Voyager 1 contiene información cuyo significado ignora y que espera ser interpretada por algún eventual habitante del mundo exterior. De análoga manera, ni el burgomaestre (ni las personas que están hechas como él) es capaz de interpretar los datos que recoge en su periplo hacia lo desconocido, limitándose a esperar que el desgaste inexorable acabe por volverlo del todo inoperante.Pero la inercia te lleva muy lejos, amigo lector, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Empleando la imaginación como impulso, cabe afirmar que la exploración del universo la inició el homínido que llevamos dentro. Tal como lo imaginó Arthur C. Clarke y lo mostró a los asombrados ojos de la humanidad Stanley Kubrick en su film "2001, una odisea del espacio" (1968), alguien que era poco más que un mono fue el encargado de dar el impulso primigenio al viaje del Voyager, al lanzar al aire un hueso de tapir.
La pirueta del hueso en el aire se queda en anécdota si consideramos también que es el mono del que procedemos el que elegimos para expresar en ficciones nuestros sentimientos más profundos. Dos de las historias de amor más enternecedoras que conoce este burgomaestre y que se podrían fácilmente ver como dos versiones del mismo enlace romántico, las protagonizan sendos gorilas. En 1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, con la colaboración inestimable del mago de la animación, Willis O’Brien, llevaban a la pantalla la inmortal historia de amor entre una joven y hermosa mujer desheredada de la fortuna, y un gorila gigantesco, orgulloso monarca de su propio medio que, trasplantado violentamente a la civilización humana, sucumbe a la autoinmolación que, en un acto de sacrificio nacido del más puro amor, el espectador puede presenciar en lo que constituye una de las escenas de despedida más inolvidables de la Historia de eso que podríamos llamar El Amor Mostrado en el Cine.
Unos treinta años después, y en lo que supondría una versión rebajada y dulcificada para ser consumida por niños, en “Maguila, gorila”, serie de dibujos animados de la productora Hanna Barbera, otro gran simio, también reducido por la intervención de los humanos a materia de exhibición pública, el entrañable Maguila, protagoniza, a su vez, otra historia de amor imposible enlazando su velluda y masiva existencia a la de la delicada y menuda niña Chispas. Los momentos de mayor intensidad de este tierno cariño se escenifican (como sucedía en el caso de Kong) en las despedidas, prolongadas, interminables, que gorila y niña se dedican cada uno desde su lado del escaparate de la tienda de mascotas del señor Peebles. Y es que la inercia te puede llevar muy lejos, pero no tanto como para que te resulte fácil separarte de aquel a quien amas.