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La
casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno e
inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con
ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando
se colaba por sus rendijas.
Era
vieja, como ellas. Sombría y triste, como sus propietarias.
Y
yo odiaba vivir allí. O tal me odiaba a mí mismo y a todo lo que me
rodeaba.
Por
eso, en cuanto pude, decidí coger mis cuatro pertenencias y marchar
lejos, muy lejos.
Atrás
quedaron los tiempos de la infancia. Borrosos ya a fuerza de los años
transcurridos. Mis tías, dos solteronas de vocación, me recogieron
cuando murió mi madre. Mi padre había muerto nada más estallar la
guerra. Ahora quedaba huérfano y desamparado, a no ser por aquellas
dos frías mujeres, hermanas mellizas de mi difunto padre, que me
acogieron porque no les quedaba otra, eran gente cristiana. Y yo no
tenía a nadie más en este mundo.
Mi
infancia, lo que me quedaba de ella, fue tranquila pero llena de
carencias.
No
hubo calor en aquella casa. Mis tías no podían dar lo que no
tenían.
No
hubo alegría en aquel hogar. Difícilmente pueden proporcionarla
quienes carecen de ella.
El
trato fue correcto. Pude estudiar. Tener una habitación para mí y
mis cosas, mis libros, mi raqueta, mi pelota de tenis…
No
me faltó la comida, ni la ropa que iba necesitando según crecía.
Siempre
tuve una muda limpia que ponerme.
Unas
monedas en el bolsillo para gastar.
Pude
jugar con los otros niños de la calle.
Pero
me faltaba algo. Estaba como incompleto. Y en aquellos tiempos, los
demás eran los culpables de lo que a mí me pasaba. O de lo que no
me pasaba.
Y
fui creciendo. Me hice mayor. Me eché novia. Encontré trabajo.
Un
día me fui de aquella casa. Empecé una nueva vida lejos.
Mi
trabajo no me gustaba, simplemente me dedicaba a él, pero sin
entusiasmo. Había que trabajar y punto.
Mi
novia se convirtió en mi mujer. No sé si llegué a quererla. Ella
me preguntaba si la quería. No sabía qué contestar. Simplemente
hice lo que hace todo el mundo a mi edad: emprender una vida lejos de
casa. Eso era todo.
Creo
que no era feliz con nada.
Luego
dejé mi trabajo. O me echaron.
Perdí
mi mujer, o me dejó porque no tenía futuro ni ilusión a mi lado.
Y
di vueltas por medio mundo. Buscando qué sé yo. Tal vez me buscaba
a mí mismo sin encontrarme.
Y
entonces regresé.
Porque
la casa de mis tías era vieja y destartalada, inhóspita en invierno
e inclemente en verano, de puertas de madera medio podrida, con
ventanas mal ajustadas que dejaban oír el gemido del viento cuando
se colaba por sus rendijas; pero fue el único hogar que tuve.
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