Miedo: dícese de la perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario (RAE dixit).
El miedo, ese personaje que nos acompaña, veámoslo o no, en muchas situaciones de la vida. ¿Podía ser viajar una excepción? No. De hecho al contrario: aparece en mayor medida. Porque salimos de nuestra zona de confort, tenemos más oportunidad de aprovechar el tiempo, interactuar, abrirnos al mundo y tener experiencias variadas. Para lo bueno y para lo malo.
En grandes dosis, el miedo paraliza; en ínfimas, el miedo protege. En dosis intermedias (e incluso tirando a altas), como es mi caso, el miedo es tan solo un elemento a analizar y vencer. Me animé a escribir este post para aquellos viajeros que se sientan como yo y que aún así, en ocasiones, escuchen eso de “eres un valiente” o los “tienes bien puestos” por viajar sola o ir a la aventura por tierras desconocidas. No, amigos, no es tan fácil. A veces uno también tiene un sentimiento de “con lo bien que estaba yo en mi casa” o “no sé qué hago aquí”, pero al día siguiente desaparece y se es consciente de que se gana mucho más de lo que se arriesga. El viajero miedoso existe, pero en muchas ocasiones se da cuenta de que su única salvación son los propios viajes.
Antes de continuar, me gustaría citar una frase que me dijo Jaac, viajero que resume sus andanzas en el blog Salta Conmigo, en la entrevista que le hice a él y a su pareja en meses pasados y que por otro lado, os invito a leer: “La gente es más buena de lo que todo el mundo cree y el mundo es mucho menos peligroso de lo que los telediarios te dicen”.
La primera vez que sentí miedo fue en mi primer gran viaje, que hice hace ya unos seis años a Perú. Hasta esos días había estado con una amiga que estaba de voluntaria en el país, pero ya tenía ganas de comenzar mi andadura sola y hacer lo que más me gusta: patear, ya que ella, que conocía bastante gente en el país, al final hacía la vida que la mayoría de los jóvenes hacían allí; fundamentalmente, salir de fiesta. Fue en Machu Picchu pueblo, el día antes de visitar el conocido monumento natural y cultural, en el hotel, mientras descansaba. Hasta el momento estuve acompañada (y durante muchos momentos más, ya que había mucha gente que viajaba sola), pero fueron unos minutos, con un fuerte ruido del río que pasaba al lado de fondo, en los que me di cuenta de que estaba sola. Lo de pensar es otro de mis fuertes; pienso y analizo casi todo. Y apareció esa angustia de lo nuevo, lo desconocido y me sentí muy desamparada. Son momentos como de una especie duelo. Pero desaparecen. Al día siguiente comenzarían de nuevo las aventuras y uno de los viajes más inolvidables de mi vida.
¿Mereció la pena? Creo que sí…
De hecho es curioso pensar que tuve miedo a estar alojada en un hotel y luego no lo tuve cuando al ir a montar en el autobús para viajar de Cuzco a Puno, me encontré con que la ciudad estaba en huelga y las huelgas en Perú son a base de quemar cosas y tirar piedras. En fin, lo dicho, que este solo es un ejemplo más de que el miedo la mayoría de las veces está en nuestra cabeza.
Ese tipo de miedo era el de salir de la zona de confort, a arriesgar o miedo en general a lo desconocido aunque no era realmente ni de verdad ni imaginario. En ese caso, quizás se tratara más de inseguridad; pero la sensación es de miedo al fin y al cabo. Otros miedos más comunes son a coger un avión (a mí, aunque he tenido alguna situación de turbulencias que me ha resultado desagradable, siempre me funciona la racionalidad: el riesgo de accidente en los coches es 7 veces superior a los aéreos según algunos estudios), a un tsunami si viajas a Asia o a que te suceda algo en el país si vas con sensación de inseguridad (lo que sucede por ejemplo en muchos países de Latinoamérica). Son temores que a veces somos incapaces de racionalizar y que tenemos que llevar en la mochila, haciéndolos parte de nuestro viaje.
A veces, evolucionan. Yo he notado cierta mejoría de cuando viajé a Tailandia al último viaje a Indonesia respecto a lo de dormir mal en zonas costeras creyendo que escuchaba la llegada de una inmensa ola. ¡En el primer viaje tomaba Dormidina para conciliar el sueño! Definitivamente, creo que el antídoto sería irme allí un año y acostumbrarme, pero de momento no es un plan que tenga en mente.
Por último, quisiera hacer una reflexión por el que parece el miedo más “real” de todos: el miedo a la peligrosidad en ciertos países. Como ya adelanté, habitualmente no nos da miedo a viajar por Europa, que creemos un contexto seguro pero sí por otros lugares. Sobre todo, el miedo más palpable suele ser Latinoamérica. Yo en el viaje a Perú, tenía constancia de algunos peligros (por ejemplo, secuestros exprés en los taxis, que por supuesto se producían cada muchísimos años), pero poniendo cuidado, no tuve durante el viaje ningún problema en ese sentido.
Hasta hace poco, tenía la idea de que Brasil era uno de esos países que sería maravilloso conocer pero siempre tenía una enorme sensación de miedo. De nuevo, los chicos de Salta Conmigo me contaron que lo mejor de su viaje había sido este país. Fueron pensando estar un mes y se quedaron tres. Nada les pasó; solo cosas buenas. Y cuando hablé con ellos me dijeron que en ocasiones era mayor la sensación de inseguridad que la inseguridad misma. Desde entonces, este país se ha convertido en uno de mis grandes objetivos viajeros. Ahora solo me falta encontrar el momento, tiempo y cuadrar la compañía, pues mi vida ha cambiado bastante desde el viaje a Perú hace ya seis años.
Y es que los miedos solo se curan enfrentándose a ellos. En este caso y en muchos otros: viajar es el remedio.