Al igual que Cervantes, el veneciano Marco Polo escribió (o más bien dictó a Rusticiano de Pisa) en prisión su libro De las maravillas que yo he visto, que con el tiempo se convirtió en El libro de Marco Polo o El Millón. Allí narró “todas las novedades y grandezas de la Tartaria, India y otros países asiáticos”. En esta crónica publicada en 1300, el viajero véneto incluyó un relato escuchado en las regiones del actual Irak, donde actuó una secta chiita e ismaelita, disidente de los suníes que reinaban con centro en Turquía, y que se caracterizaba por llevar a cabo ejecuciones selectivas de los enemigos del jeque Hasan Ibn Sabbah, más conocido como el Viejo de la Montaña.
Marco Polo se detiene a relatar esta parte de la historia de Medio Oriente porque, indudablemente, se sorprende ante las características de una organización que hizo temblar al islam entre los siglos X y XIII, a partir de la acción de militantes musulmanes fanáticos que pasarán a la memoria como la secta de los bebedores de hashish, los “asesinos” (de ahí parece derivar etimológicamente esta palabra).
Su interés se manifiesta cuando cuenta el diabólico método empleado por el Viejo de la Montaña para contar con guerreros -sus enviados- que lo siguieran hasta la muerte. Según Marco Polo, el jeque en cuestión se llamaba Alaodin (o Ala-ed-din Mahomed), y reinó en esa región del Asia Menor entre 1220 y 1255. Vivía en una fortaleza poderosa e inexpugnable, emplazada entre ásperas montañas, que en su interior contenía “el jardín más maravilloso que soñarse pueda”, en el que había frutos, flores y pájaros, palacetes dorados y una gran fuente que daba agua, miel o vino.
El viajero veneciano, siempre sensible a los encantos femeninos -como lo revela en toda su crónica-, destaca en su relato que el Viejo de la Montaña había reunido en ese jardín paradisíaco a las mujeres más hermosas de Asia, “diestras en el arte de la danza y el tañido de instrumentos, con los cuales acompañaban sus deliciosos cánticos”.
Para conseguir adeptos, según Marco Polo, el Viejo de la Montaña recolectaba a hombres jóvenes en las poblaciones que rodeaban a la fortaleza de Alamut -así se llamaba su castillo-, a los que hacía ingresar narcotizados al jardín del palacio. Cuando estos simples montañeses despertaban, se encontraban en medio de un paisaje de alucinante belleza, rodeados de bellas “huríes”, como el Profeta lo había prometido para los buenos musulmanes, y creían que, en su sueño, habían sido recibidos en el Jardín del Edén.
Tras un tiempo de residencia entre “complacientes bayaderas”, llegaba el mandato del jeque, a quien creían la encarnación del Profeta: debían volver al mundo y eliminar a dirigentes políticos, reyes o jefes militares de los califatos opositores a la política del Viejo de la Montaña, o incluso algún jerarca de la Iglesia Cristiana. Su tarea, la mayoría de las veces suicida, los impulsaba fuera del recinto de la fortaleza, pero con la convicción de que nada malo les podía pasar, porque ya estaban en el Paraíso, a donde habían de retornar una vez cumplida su misión. Según Marco Polo, aquellos que no perecían en acción y retornaban al Jardín eran matados en secreto por orden del Viejo de la Montaña, “que no quería que quedaran testigos de esos crímenes”.
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JOSÉ LUIS CASTIÑEIRA DE DIOS
“Un mensaje brutal del Viejo de la Montaña”
(la nación, 01.12.15)