El viejo muro se alza frente a las encinas como si fuera una excrecencia natural del paisaje. Para los animales más pequeños, esta robusta tapia es como un gran acantilado, como una extraña ciudad vertical de ruinas de roca y barro que oculta habitantes insólitos. Junto a las destartaladas telas de la araña zanquilarga Holocnemus se abren en las grietas los embudos de seda de las arañas Segestria, orlados de los restos exangües de sus presas (hormigas, avispas, mantis-perla...), como una siniestra advertencia que sus futuras víctimas nunca podrán comprender. Cerca de allí aparecen decenas de tallitos huecos adheridos a la pared; son los nidos de las diminutas abejas metálicas Ceratina. Los parasitan algunas avispas delgadísimas que cruzarán una y mil veces junto a los avisperos de papel de las Polistes, o ante los nidos de cemento natural de las abejas albañil.
De trecho en trecho, una jarrita de barro atestigua que aquí hay avispas alfareras. La más corriente es la menor, la pequeña Eumenes coarctatus, que construye su cántaro a base de pellas de barro humedecido por las tormentas, y más tarde aprovisiona la vasija con pequeñas orugas paralizadas, que servirán de alimento vivo a su voraz larva cuando el nido ya esté sellado. Lo mismo hace la mayor de nuestras alfareras, la avispa Delta unguiculata (dibujo), que caza las mayores orugas entre la hierba medio seca que aún verdea en las umbrías. Si nos fijamos, notaremos algo curioso: los nidos de avispas alfareras están situados siempre en la cara Este del muro, mientras que las abejas albañil los ubican por ambas caras. ¿Por qué esta asimetría? Podemos averiguar la respuesta con un nido viejo de avispa alfarera: unas gotas de agua bastan para empezar a deshacer la estructura, que sólo es barro seco, mientras que un nido de abeja albañil es de barro cementado con la saliva del propio insecto y resiste perfectamente las inclemencias de la lluvia. Dado que aquí las lluvias entran casi siempre desde el Oeste, las avispas alfareras evitan sabiamente la ruina de sus nidos rehuyendo este lado. No sólo son consumadas maestras de la artesanía del barro, sino que tienen un conocimiento innato de dónde deben construir sus obras, como ya notó Fabre hace más de un siglo.
Con toda esta fauna, en estos días de fin de verano los viejos muros pasan a ser auténticos focos de biodiversidad de invertebrados en el monte mediterráneo. Además, al dar cobijo a muchos pequeños predadores, como las arañas y avispas, los muros abandonados ayudan a controlar posibles plagas de orugas y otros insectos. Ante tanto valor ecológico, ¿qué acierto hay en eliminar estos silenciosos testigos de la cultura rural?