Estaba pasando una mala racha en mi vida. De esas en las que todo parece volverse en contra de uno mismo y nada sale bien. Mi alma lloraba continuamente por lo que por pura deshidratación espiritual, el alcohol irrumpió fuerte en mi rutina.
Recuerdo que una noche salí rápidamente por la puerta trasera de un bar y bajo la luz de una farola, me disponía a vomitar cuando un viejo apareció junto a mí. Repentinamente se me quitaron las náuseas y me quedé mirándole fijamente. Sus ojos eran raros, como opacos. Llevaba un traje de chaqueta oscuro y fumaba un cigarro. De pronto me habló:
—¿Malos tiempos muchacho?
Asentí lentamente sorprendido al pensar como sabría el viejo eso, sólo con verme dispuesto a vomitar. Era consciente de que la situación era un tanto surrealista.
—No te sorprendas chaval, no temas. — me sonrió afablemente y le devolví la sonrisa.
—Te voy a hacer un regalo — me dijo sentándose en el suelo junto a mí— Cuida de ti y de tu alma. Prepara tus ojos para lo que no se puede ver venir. El hombre mira hacia arriba buscando vida y explora el lecho marino buscando conocimiento. Todo en vano. Lo que va a venir no será de arriba ni abajo, sino de cada rincón oscuro que en tu vida cotidiana ignoras. De los temibles armarios de los niños, de debajo de las camas, de puertas encajadas que sólo albergan oscuridad, de lagos cenagosos y cuevas inhóspitas,… ¡de la mismísima madre noche! Enciende una vela por cada retazo de oscuridad de tu vida chaval, así estarás preparado.
Dicho esto se levantó ágilmente y se marchó. Aun dentro de mi congoja no pude evitar darme cuenta que a pesar de la luz de la farola, el viejo no tenía sombra bajo sus pies.
(Eugenio Mengíbar)