Revista Cultura y Ocio

El viejo retrato

Por Cayetano

El viejo retrato Fuente de la imagen Al fondo del pasillo o galería que partía en dos la planta superior estaba el retrato. Casi siempre semioculto en la penumbra, debido a la escasa luz que reinaba en aquel lugar, un espacio sin ventanas de una casa señorial. Era un óleo con fondo oscurode un hombre como de cuarenta años, de aspecto enérgico y de bigotes soberbios con las guías engominadas hacia arriba —muy a la moda de la aristocracia de finales del siglo XIX y principios del XX—, el antiguo propietario de aquella enorme mansión, hoy heredada y reformada por sus descendientes. Desde niño, ese retrato me hipnotizaba, captaba mi atención de tal manera que me resultaba difícil esquivar esa mirada. Yo subía normalmente al piso de arriba para llevar a cabo lo que habitualmente suele hacer un mocoso de siete u ocho años: jugar, esconderme, enredar. Y el hombre del retrato, don César, no me quitaba ojo. Yo, para disimular, solía hablar con él algunas veces. Y casi siempre le contaba alguna mentirijilla que diera alguna razón convincente de mi presencia en aquellos aposentos. Recorrer aquella casa tan grande, como el que va de safari o en busca del tesoro, suponía toda una aventura al alcance de mi mano cada vez que pasaba allí algunos días de vacaciones con mi madre y mi hermano. La dueña era entonces la viuda del hombre del retrato, una pariente lejana de mi madre. Habituado como estaba a vivir en un modesto piso de apenas sesenta metros cuadrados, en un barrio del extrarradio de Madrid, y caer en aquella mansión señorial de dos plantas, con personal de servicio, patio, corral con gallinas y granero, con zaguán tras la puerta principal, cancela de hierro y puerta falsa trasera, llena de rincones y misterios, era toda una tentación para un crío inquieto y travieso como yo. Cuando no quería que nadie me encontrara me subía arriba. Allí había un par de cuartos casi siempre vacíos, pues eran los de los invitados. También una habitación secreta, cerrada a cal y canto, que no se abría nunca. ¿Qué misterios escondería?Y estaba la joya de la casa: la biblioteca, con el despacho del que fuera un día el amo de aquel lugar: el hombre del retrato. Aquella enorme habitación —más enorme parecía con esa corta edad—era todo un museo.  El viejo retrato Fuente de la imagen Había cuadros por las paredes, casi todos copias fidedignas de famosos pintores del barroco español, cuadros tenebristas que a mí me sobrecogían un poco, había muebles antiguos de madera oscura, una enorme biblioteca acristalada que llegaba hasta el techo, con escalera para acceder a las estanterías más altas. Y una mesa de escritorio de madera tallada y barnizada, con cajones de tiradores metálicos (abrir uno a uno era ya toda una aventura, pues no sabías qué te podías encontrar), que el tiempo había oscurecido, con su tablero superior y esa especie de forro duro incrustado en el centro,como de piel curtida, para apoyar el papel. No faltaba su porta plumas o plumillero, su tintero de tinta ya seca, su secante con pomo de madera y base curvada, su sillón tapizado tan mullido…Y silencio, sobre todo mucho silencio; pues el trasiego diario tenía lugar siempre en la planta de abajo, donde andaba la cocina, el comedor y las habitaciones principales. Una vez que andaba enredando por aquel lugar, y tiré sin querer una maceta que se quebró contra el suelo con gran estrépito, salí corriendo al pasillo y allí estaba el retrato del guardián de aquella casa, mirándome serio sin pestañear… —Don César. Guárdeme el secreto. No diga que fui yo —le guiñé el ojo al cuadro y luego desaparecí de allí como alma que lleva el diablo.

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