(JCR)
Desde hace casi diez años me acompaña a todas partes un viejo teléfono móvil que me compré en Uganda creo que por 60.000 chelines (unos 20 euros). Es un Nokia de no sé qué modelo pero de los que estoy seguro que ya no se fabrican. Ha estado, además de en Uganda, en Kenia, Tanzania, Sudán, Ruanda, Burundi, Eritrea, República Democrática del Congo, Argelia, además de un par de países asiáticos y algunos europeos y en todos ellos me ha respondido fielmente, ayudándome a comunicarme con personas con las que he hablado o me he intercambiado mensajes.
Cuando estuve involucrado en tareas de mediación entre el gobierno y la guerrilla del LRA en el norte de Uganda, su soniquete me avisaba de alguna comunicación de los rebeldes que podía ser el preludio de un anuncio de alto el fuego o de un diálogo que nos llevara algo más cerca de la paz. Muy a menudo, su alerta de mensajes me informaba de algún suceso grave como ataques con personas asesinadas o con cientos de casas incendiadas. Otras veces, las menos, me transmitía buenas noticias, un hilo de esperanza y palabras de consuelo.
De los 20 años que viví en Uganda, doce de ellos los pasé en lugares donde no había teléfono, ni fax ni por supuesto internet. Durante esos años me comunicaba con mis padres, mi hermana y con amigos de España por cartas que tardaban, de media, un mes en llegar a su destino, a lo que había que añadir otro mes y pico en obtener la respuesta. Las cuartillas escritas con bolígrafo e introducidas cuidadosamente en el sobre hacían que las distancias se agrandaran y parecieran infinitas, aumentando la sensación de lejanía no sólo en kilómetros sino también en el contraste entre dos mundos –el europeo rico y el africano pobre y conflictivo- sin apenas contacto entre ellos.
Por eso, cuando llegó la telefonía móvil al norte de Uganda me costó asimilar que, de repente, podía hablar con mis padres cuando quisiera, o comunicarme directamente con amigos y organizaciones que nos enviaban ayudas para hacer pozos o construir dispensarios. Viviendo, como vivía yo entonces, en medio de situaciones de graves vejaciones a la dignidad humana, el teléfono móvil y el internet se convirtieron en excelentes aliados para defender la causa de la paz y los derechos humanos. En adelante, ya no teníamos que escribir informes a Amnistía Internacional, Human Rights Watch o ninguna embajada occidental con la vieja máquina de escribir haciendo copias con papel carbón.
Parecía increíble que se pudiera escribir con rapidez en la pantalla del ordenador y con dar una orden a golpe de teclado en un momento cientos de destinatarios recibieran información de primera mano sobre lo que ocurría en lugares remotos del bosque africano donde se mataba, secuestraba y torturaba de forma impune y sin que a nadie en el mundo pareciera importarle. Por aquellos días aprendí que cuando hay situaciones en las que se pisotea la dignidad humana, hay personas bien situadas cuyo interés principal es ocultar la verdad y que se esfuerzan por controlar a quienes hablan en nombre de las víctimas. Por ello poco me sorprendió cuando un amigo del servicio de inteligencia me avisó que tuviera cuidado con mis comunicaciones porque mi teléfono estaba pinchado.
Mi viejo Nokia tiene el teclado ya casi ilegible y medio borrado de tanto usarlo, sobre todo en lugares calurosos donde los dedos se deslizan sudorosos. No brilla con pantallazos de colores vivos, no tiene cámara de fotos, ni reproduce música, ni me da acceso a redes sociales, ni me ofrece ninguna de las últimas maravillas de la electrónica de última generación. Pero no lo cambio por nada. Es mi forma silenciosa de protestar contra el consumismo que invade todas las parcelas de nuestra vida. Además, para mi representa una parte de mi historia reciente de la que me siento orgulloso. Y pienso que muchos millones de africanos usan este viejo modelo, obsoleto en Europa, pero que tan buenos resultados me ha dado en el África más pobre.