Revista Maternidad

El vil metal

Por Lamadretigre

Foto 5 El Domingo pasado dimos un paso definitivo hacia nuestra completa germanización. Como lo leen, ¡participamos en el mercadillo del barrio! Todavía se me ponen los pelos como escarpias al recordarlo.

Por si desconocían esta perturbadora faceta del ideario alemán, a los teutones no hay cosa que les gusté más que vender sus reliquias por unos cuantos céntimos.

Todos los barrios, incluídos los más selectos, tienen sus mercadillos anuales donde nadie se libra de sacar a relucir su jarrón de cristal irisado o ese mortero mítico de cerámica amarillo y verde que seguro tienen escondido en algún recóndito lugar de su cocina.

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Como uno de mis vicios confesos es tirarlo todo, los tigre no teníamos nada que vender. Tanta fue la insistencia de las tigresas, que arañamos algunos juguetes de La Quinta para que pudieran ejercitar sus dotes de vendedoras ambulantes. El padre tigre, que avanza con paso firme hacia la canonización, se dedicó a hacer pizzas en el horno de leña para que La Primera pudiera dar rienda suelta a sus ambiciones empresariales.

Quitando que me espanta la idea de airear mis trapos sucios –en el sentido más literal de expresión- en este tipo de saraos y que pude comprobar in situ que con mis dotes comerciales no sería capaz de vender agua en un desierto, lo mejor del día fue ser testigo de la evolución prodigiosa de las distintas personalidades de mis hijas.

Para La Segunda, que ya de por sí suele levitar por encima del bien y del mal y que no tiene apego ninguno a las posesiones materiales, el mercadillo no era más que otro escenario sobre el que desplegar sus encantos en público.

Nada más empezar vio a una chica muy estilosa con una boina que le daba un aire parisino y le faltó tiempo para sobornar a La Primera y ofrecerle su parte de las futuras ganancias a cambio de una boina de lana que le compramos en París hace dos años.

Al rato de estar en el puesto se aburrió y el resto del día se lo pasó colocándose la boina y mirándose de reojo en un espejo roto que vendía la vecina de enfrente.

La Primera en cambio todavía no ha descubierto el poder reflectante de los espejos. Si por ella fuera, no se peinaría nunca. Total. para qué.

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La Primera no estaba para perder tiempo con fruslerías, ella sólo tenía un objetivo: ganar dinero. Cuanto más mejor. Nunca he visto a mi primogénita, de constitución dejada tirando a vaga, abordar una tarea con tanta determinación. No había obstáculo que pudiera interponerse entre mi hija y los petrodólares que ya tintineaban en su imaginación.

Fue la primera en abrir el puesto, la que no se despegó de la caja donde guardaban sus escuetas ganancias y la que no dudó en colgarse una bandeja del cuello y echarse a las calles a vender pizza recién hecha para atraer más compradores. Vendió, negoció y regateó sin descanso de sol a sol. Si no llega a ser por ella no vendemos ni un llavero.

Entre tanto La Tercera, nada más ver a La Segunda con su boina, salió raúda a colocarse lo más parecido a una chapela que encontró, y se pasó la mañana rediseñando el escaparitismo del puesto con primor porque cómo nos iba a comprar nadie si aquello no estaba “schön”.

Mientras, La Cuarta se dedicaba a espantarnos la clientela disparándoles a bocajarro con una pistola al grito de cuerpo a tierra como si aquello fueran las trincheras.

Yo por mi parte hice una incursión en la caja para comprarme varios artículos de primerísima necesidad: tres tenedores de plata y un mantel antiguo.

La jornada se cerró con una saldo positivo nada desdeñable de de veinte euros que repartimos salomónicamente a razón de doce euros para La Primera por currárselo de lo lindo, seis euros para La Segunda por dejarse caer por allí de vez en cuando y un euro para cada una de las pequeñas por su inestimable contribución a la causa.

Por lo demás, hemos decidido que el año que viene dejaremos a La Primera al frente de la empresa familiar y los demás nos iremos de excursión a las montañas.

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