Recuerdo que durante la pandemia me había asomado a la ventana para contemplar el atardecer cuando descubrí a un hombre solitario que caminaba cabizbajo, sumido en un recogimiento absoluto. Sus pasos inaudibles hacían que más que caminar, pareciera que flotara. De pronto, un grito chirrió con furia en medio del silencio. Alguien, además de mí, había descubierto al hombre deambulando por la calle desierta. El tipo ni siquiera se inmutó. Impasible, continuó su noctámbulo paseo con la mirada fija en el suelo. Y otro alarido sonó una octava más alta, desafinando horriblemente: “¡Hijo de puta, nos pones en peligro a todos! ¡Vuelve a tu casa, hijo de puta!”, gritaba una mujer desde la venta de un feo bloque de apartamentos. Y continuó gritando una interminable lista de improperios, insultos y amenazas, hasta que el hombre desapareció de su vista. Nunca comprendí, ni entonces ni ahora, de qué forma nos podía poner en peligro un tipo que caminaba sólo por una calle desierta. ¿A quién podía contagiar o quién podía contagiarle? Sin embargo, lo que en verdad me sorprendió fue el acceso de ira que había transformado a una señora vulgar y corriente en un ser desagradable y violento. Este fanatismo me pareció bastante más temible que el propio virus. Porque el virus, tarde o temprano languidecería. Pero la afección psicosocial que había hecho aflorar iba a permanecer entre nosotros, muy probablemente propagándose sin remedio.
Por Javier Benegas
La epidemia de 2020 nos descubrió que nuestra sociedad estaba plagada de individuos inasequibles a la razón y la lógica, personas cuyos impulsos se constituían en base al miedo y la ira, una combinación tan inestable como la nitroglicerina. Conmovidos por cualquier memez melodramática, podían verter ríos de lágrimas compasivas para al instante siguiente odiar con una visceralidad inaudita. Estas personas estaban sustituyendo su propio juicio por el automatismo de la fe en el gobierno, la autoridad o el poder en cualquiera de sus formas. A veces a ese poder basado en la fe ciega lo llamaban gobierno de progreso, a veces La ciencia.
Este fanatismo me pareció bastante más temible que el propio virus. Porque el virus, tarde o temprano languidecería. Pero la afección psicosocial que había hecho aflorar iba a permanecer entre nosotros, muy probablemente propagándose sin remedio.
El instinto contra la democracia
La desconfianza hacia la democracia es algo instintivo. En la mayoría de los países, salvo algunas excepciones, este sistema de gobierno apenas lleva funcionando un siglo, mientras que los diferentes modos de gobierno autoritario estuvieron entre nosotros casi dos milenios.
La democracia moderna no sólo ha estado amenazada desde siempre, sino que desde siempre ha tenido bastante mala prensa entre los propios occidentales. George Bernard Shaw dijo que la democracia es el sistema que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos; Benjamin Franklin, que la democracia son dos lobos y una oveja votando sobre lo que se va a comer; y Winston Churchill, que el mejor argumento en contra de la democracia es mantener una conversación de pocos minutos con el votante medio.
La desconfianza en un sistema en el que un humilde peón tiene la misma importancia que un ilustre académico a la hora de elegir gobierno, es una actitud que se ha manifestado y se manifiesta en los más autoritarios, pero también en demócratas convencidos, intelectuales y humanistas. De hecho, la democracia es lo que da sentido a una afirmación muy extendida: que "la gente es idiota". Y puesto que la gente es idiota, entonces la democracia es el gobierno de los idiotas. Carpe diem.
Por más que los políticos parezcan gobernar de espaldas a la gente, invariablemente todos los sistemas democráticos acaban siendo fiel reflejo de sus votantes. Cuando la democracia se reduce a la dictadura de la mayoría, el sino democrático es que la racionalidad y el sentido común acaben siendo arrollados por la ignorancia y la vehemencia de la multitud, alentada, claro está, por los oportunistas de turno. Lo que nos lleva de vuelta al principio, a concluir que el sistema democrático no puede funcionar bien porque todos los electores, excepto, claro está, cada uno de nosotros, son estúpidos.
Así pues, aceptémoslo, la democracia tiene muchas complicaciones. De ahí el sarcasmo de que es el peor sistema de gobierno... a excepción de todos los demás. Desgraciadamente, la democracia no es un conjunto de reglas con carácter facultativo, es decir, no se pueden seleccionar que reglas nos viene bien respetar y cuales nos conviene sustituir por supuestas ventajas de las dictaduras, ni siquiera en situaciones excepcionales como una epidemia.
El peligro que crece dentro
(...) Todas estas propuestas distópicas encuentran su anclaje en una sociedad de sujetos cada vez más irritables e intolerantes, obsesionados con su propia tranquilidad y seguridad, individuos para los que soportar el sonido de un motor diésel, el olor de un cigarrillo encendido a cien metros, el grito de un niño, incluso el ladrido de un perro, se ha vuelto insoportable. A todo el mundo le molesta lo que hace todo el mundo. De hecho, diría que a todo el mundo le sobra todo el mundo. Y, claro, todo el mundo quiere que se limite la libertad de todo el mundo. Proliferan los cascarrabias a los que les disgusta soportar las inconveniencias de la convivencia.
Al concluir la epidemia, políticos, tecnócratas, académicos e ideólogos propusieron aprovechar la coyuntura, ese gran shock para acometer lo que dieron en llamar "El gran reinicio". Su idea era resetearnos y transformar definitivamente el ya muy venido a menos occidente capitalista y competitivo en otro sostenible, igualitario y dirigido por expertos. Muchos protestaron entonces airadamente sin sospechar que ya estaban siendo víctimas de sus propias intransigencias; es decir, que el germen de El gran reinicio llevaba tiempo en su interior.
Aprender a aceptar la democracia tal cual es y bregar con ella en realidad es lo mismo que aprender a soportar los inconvenientes de la vida en sociedad, con sus ruidos, humos y sobresaltos. Debemos ser exigentes, pero también pacientes y ejemplares; fiscalizar a los gobernantes, pero también ser responsables en lo nuestro y comprensivos con lo de los demás. Aceptar, en definitiva, que ser en el mundo de lo real implica sobrellevar con entereza y templanza las crisis, las innumerables polémicas públicas y los roces. Si no somos capaces de sobrellevar todo esto, acabaremos en un mundo donde. otra vez, se podrá emparedar literalmente a las personas en sus propias casas, con el pretexto de combatir un virus (quién sabe si también para acabar con los malos humos), bastará con la firma de un burócrata.