Pero la muerte nunca
se impacienta
seguramente porque
sabe mejor que nadie
que los sobrevivientes
también mueren
Mario Benedetti
Apareció a los poco minutos del terremoto. Era alto; metro ochenta aproximadamente, de complexión fuerte; pelo moreno, un poco largo; barbilla con un pequeño prognatismo; nariz algo aguileña y la frente ancha. Los ojos, de un color castaño, tenían una mirada impaciente y sus ademanes eran firmes y autoritarios. Buscaba entre los escombros con cuidado y meticulosidad. Cuando oía a alguien o presentía algún cuerpo, extremaba la precaución y apartaba los escombros de uno en uno, asegurándose que cada trozo que retiraba no iba a provocar ningún nuevo desplome. Luego, con cuidado, extraía el cuerpo, ayudado por el propio rescatado, si estaba vivo y podía colaborar, o pidiendo ayuda a alguien cercano si se trataba de un herido o incluso de un muerto. En cuanto conseguía sacar el cuerpo de entre los escombros, buscaba a los enfermeros y se lo entregaba, desentendiéndose enseguida de él, para proseguir la búsqueda en el mismo punto y de manera metódica siguiendo una misma dirección.
Cojeaba ostensiblemente de la pierna izquierda y tenía la camisa manchada de sangre a la altura de las costillas. Aunque nadie sabría decir si era sangre propia o ajena. Durante tres días, no se le vio descansar; nadie le vio comer ni beber. Ayudó a rescatar a más de cincuenta personas, algunas sin vida, otras malheridas y muy pocas indemnes. Siempre avanzando en la misma dirección. Hasta que llegó a la calle Hernán Cortés. Allí, a la altura del número catorce, empezó a desescombrar febrilmente. Toda la paciencia y cautela que había tenido en las intervenciones anteriores, trocó en premura, casi desesperación. Levantó la reja de la taberna que había en el bajo, apartó un barril de cerveza, varias cajas de plástico con cascos rotos de coca cola, sacó cascote tras cascote hasta que, por fin, encontró una mano. Con mayor desesperación aun fue apartando todo lo que impedía ver el resto del cuerpo, hasta que por fin lo tuvo libre. Se trataba de un hombre de su edad, alto; metro ochenta aproximadamente, de complexión fuerte; pelo moreno, un poco largo; barbilla con un pequeño prognatismo; nariz algo aguileña y la frente ancha. Los ojos, de un color castaño, tenían una mirada impaciente, y tras un violento golpe de tos, quedaron velados por la muerte. Tenía la pierna izquierda doblada en una postura que indicaba a las claras que estaba rota y las costillas hundidas y clavadas en los pulmones.