Revista Historia

El vuelo 5390 o la increíble odisea del piloto succionado que vivió para contarlo

Por Ireneu @ireneuc

Como ya sabréis los que me seguís habitualmente, yo no es que sea un gran fan de los aviones ( ver Miedos aéreos, sentimientos terrestres). Dejando aparte que los baches aéreos me ponen frenético y los cambios de presión me producen migrañas, el hecho de que los aviones sean aparatos especialmente susceptibles al fallo humano ( Comet 4: Tragedia en el Montseny)hace que, si de mi dependieran, las compañías aéreas pasarían más hambre que un caracol en un espejo. Sin embargo, como la gente no piensa en estas tonterías (de hecho, sencillamente no piensa) ahí siguen, pese a los graves problemas ambientales que conllevan. Hollywood tampoco ayuda demasiado, ya que la mayoría de veces en que sale un avión, es para que alguien dispare dentro, rompa una ventanilla y un pobre desgraciado salga volando por ella. Ya sabemos que es película... o tal vez no tanto, porque algo parecido fue lo que pasó en el vuelo 5390 de British Airways, en que una ventana rota chupó al piloto y escribió una historia que ni Spielberg habría imaginado en la vida.

El 10 de junio de 1990, a las 8.20 h (hora inglesa) despegaba sin novedad el avión BAC 1-11 de la compañía British Airways desde Birmingham con 6 tripulantes y 81 pasajeros rumbo a la soleada y luminosa Málaga ¡y olé!. El viaje, uno de tantos que se hacen para llevar turistas británicos a coger la borrachera de su vida a la Costa del Sol, se desarrollaba tranquilamente hasta el punto que a los 15 minutos del despegue y alcanzados los 5.275 metros de altura (17.300 pies) los dos pilotos se descordaron sus cinturones, conectaron el piloto automático y la tripulación empezó a prepararse para repartir el refrigerio que se iba a servir entre el pasaje.

Justo en el momento en que el azafato Nigel Ogden abrió la puerta de cabina para preguntar a los pilotos si querían tomar algo, hubo una fuerte detonación que sacó la puerta de sus goznes y la estampó contra el panel de control. La ventana delantera izquierda del avión había salido volando con el añadido de que, con el cambio súbito de presión, además de todo lo que volaba en la cabina, había succionado también al capitán Timothy Lancaster que se había desprendido de su cinturón momentos antes. Un piloto que, por puro milagro había quedado trabado con los mandos del avión a la altura de las rodillas, pero cuyo torso estaba fuera de la cabina a merced del viento huracanado. ¿Podía ir algo peor? ... y Murphy dijo "aguántame el cubata".

La puerta, al encastrarse contra el panel de control, desconectó el piloto automático y aceleró los motores del avión... ¡hacia abajo!, iniciando una caída libre a 25 metros por segundo. La situación era dantesca: Ogden lanzado a las piernas del desafortunado piloto, el pasaje en pánico en medio del avión despresurizado y sin oxígeno, la tripulación intentando quitar los restos de la puerta del panel de control y el copiloto Atchinson sudando tinta para enderezar el aparato, lanzando " maydays" desesperados y rezando a todos los santos del cielo para que no se les escapara Lancaster, ya que solo faltaba que el cuerpo saliera volando y se metiera en la turbina o afectara a las alas, que entonces se iban a reír un poquito más. A Lancaster, que se iba pegando de cabezazos contra el fuselaje, a pecho descubierto, soportando el viento de volar a más de 300 km/h y los 17º bajo cero que había en aquellas alturas, no lo podían entrar entre los tres asistentes que lo sostenían porque la presión de succión lo extraía y hacía pesar más de 200 kilos. Ante la imposibilidad de recogerlo a la cabina de nuevo y la soberana paliza que estaba recibiendo, los tripulantes dieron por supuesto que estaba muerto, pero, aun así, lo aguantaron con todas sus fuerzas para que no fuese la cosa a peores.

Aquello era insostenible. Ogden, exhausto por el esfuerzo de sujetar el cuerpo del capitán Lancaster por las piernas, sufría congelación en su cara debido al aire congelado que entraba por la ventana, mientras que el copiloto hacía filigranas para oír las órdenes de Control Aéreo debido al ruido intenso del viento en cabina. El resto de la tripulación, tras intentar calmar mínimamente el pasaje -¡como para no estar nervioso!- y hacerles poner en la posición de emergencia, se centró en ayudar a aguantar el cuerpo. Afortunadamente, Atchinson consiguió comunicarse y, tras estabilizar el aparato y bajar a una altura prudencial que no asfixiara al pasaje, se le dio permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Southampton, a unos 170 km al sur del punto de origen.

23 interminables minutos de pánico total pasaron hasta que el avión tomó tierra, momento en que los bomberos consiguieron meter el cuerpo del capitán de nuevo en el aparato con la sorpresa de que... ¡estaba vivo! Increíblemente, pese a la tunda recibida, el frío y las heridas, Tim Lancaster había sobrevivido a aquella terrible aventura con tan solo quemaduras por congelamiento, contusiones y roturas en el brazo derecho, volviendo al trabajo en unas pocas semanas. El asistente Ogden, por su parte, fue tratado de congelamiento en la cara y algunos cortes, siendo condecorado por su heroísmo. No había sido nada para lo que podía haber pasado. Pero, justamente... ¿qué había pasado?

La investigación posterior concluyó que de los 90 tornillos que sujetaban la ventanilla, 84 eran más estrechos de lo que tocaban y los otros 6 eran más cortos que los especificados por el fabricante, por lo que un cambio súbito de presión dentro de la cabina hizo que la sujeción fuera insuficiente y saltaran todos a una. Según parece, el técnico de mantenimiento, en el momento de renovar la tornillería de la ventana horas antes (ya que presentaban signos de corrosión) en vez de comprobar cual eran los tornillos correctos, simplemente cambió los viejos por unos exactamente iguales pero nuevos, produciendo el desastre. En realidad, el error venía de lejos, lo que provocó que se cambiaran los protocolos de mantenimiento y que las ventanas de los nuevos aviones de British Airways fueran colladas desde dentro para reducir la presión sobre los tornillos y no desde fuera, como hasta entonces.

En definitiva, que lo que pudo haber sido una tragedia ( ver Los Rodeos o los 7,62 metros que faltaron para evitar el peor accidente aéreo de la Historia) al final quedó reducido a un simple incidente y a una odisea que todo el mundo pudo contar. No obstante, fue un incidente que nos habla de lo frágil que puede llegar a ser la más potente tecnología, de lo tenaz que puede ser la voluntad humana y, sobre todo, de cómo la moneda de nuestra existencia se mantiene continuamente dando vueltas entre el Carpe Diem y el Memento Mori.


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