Nunca he estado, ni estaré, en un zoo. Los veo como cárceles para presos sin culpa, ni derecho a juicio. Los animales encerrados, cohibidos, tristes… Prefiero verlos en su hábitat, libres; este es el motivo por el cual quiero compartir la maravillosa experiencia que pude vivir junto a mi familia, algo casi indescriptible.
Aprovechamos una mañana poco calurosa y descendimos hasta la zona que suelen visitar los monos. Habitualmente son esquivos y nos contemplan a distancia. Se muestran fascinados por nosotros, pero nunca se acercan los suficiente. Esta vez fue muy diferente.
Dos monos se quedaron quietos, al borde del camino. Los tuvimos tan cerca que olfateábamos su perfume salvaje, tanto que tuve que frenar el exceso de entusiasmo de mis niños. Nos acercamos a uno de ellos, el más tímido. Agachaba la cabeza, como si fuera consciente de su propia fragilidad, pero se mantuvo firme en su posición, incluso cuando llegamos a tocarle. Era muy valiente y silencioso, para ser un mono, una especie que se caracteriza por ser ruidosa y huidiza cuando no va en manada, de comportamiento errático y hasta peligroso en ocasiones. ¡Quién no ha escuchado las historias de monos enloquecidos, arrasando todo a su paso! No quisimos estropear el momento y nos marchamos pronto, antes de que el animal se pusiera nervioso.
Fue divertido, excitante… pero sobre todo sirvió para romper mitos y, sin duda, fue un estímulo para que mis hijos creciesen respetando a nuestro hermanos primates, mejor con total libertad.
Documento del mágico encuentro a continuación. Lo más impactante, a partir del minuto 2:00