La censura nunca ha dejado de revolotear por nuestro país desde que allá por 1502 la instauraran los Reyes Católicos. En el franquismo fue especialmente implacable. Antes de acabar la Guerra Civil, en 1938 se promulgó la durísima ley que inspiró Serrano Suñer y que se prolongaría a lo largo de casi tres décadas. Una prensa férreamente controlada por el régimen, con directores nombrados y cesados por el Gobierno, siempre obedientes a la consigna de turno y al mando de unos periodistas a los que se definía como “apóstoles del pensamiento y de la fe de la nación”. Hasta 1966 perduró aquella más que rígida legislación, maquillada entonces por la denominada ‘Ley Fraga’, que acababa con la censura previa, si bien, por ejemplo, aún contemplaba el secuestro de publicaciones. La Ley para la Reforma Política de 1977 suprimió parcialmente esta última medida, con la excepción de los casos en los que las informaciones profirieran ataques a la unidad de España, la monarquía o las fuerzas armadas.
Hecho este sucinto repaso histórico y transcurrido un tiempo más que prudencial, da la sensación de que el panorama de la información en nuestro país no ha evolucionado tanto como era de esperar. Con un sistema democrático aparente, un parlamento diverso en su espectro ideológico y una legislación que, en teoría, aboga por la libertad de expresión que se consagra en la Constitución de 1978, en España siguen ocurriendo muchas cosas al respecto. Porque, aunque cueste creerlo, se siguen secuestrando publicaciones cuando las denominadas nuevas tecnologías ya han sobrepasado -y de qué manera- los caducos sistemas de difusión de antaño.
Cuesta reconocer repasando el comienzo de este artículo que, para algunos, tan poco haya progresado este país. Y es que hoy todavía se practican procedimientos más propios del siglo pasado que del actual. Pervive una censura que ya no funciona como entonces, ciertamente, porque ahora es más sibilina. Se sondea al individuo -o a su entorno más inmediato- y se le insta a proceder con algo mucho peor e incluso execrable: la autocensura. Un reciente informe de la Asociación de la Prensa de Madrid reconocía que un 75% de los profesionales accede a las presiones y que un 54% se autocensura. La precariedad laboral y el miedo a perder su puesto de trabajo suelen figurar en el trasfondo de este panorama tan poco halagüeño. Pérez-Reverte denunció el otro día que vivimos un momento terrible por la autocensura y alertaba de que peligra la única garantía de libertad: la prensa libre. Y Soledad Gallego-Díaz, reciente premio Ortega y Gasset, sostiene que cuanto más débil sea un periodista, más posibilidades hay de que lo manejen.
Ahora bien: ¿quiere decirse que el campo de la información ha de ser algo absolutamente libre, sin regulación deontológica alguna? Para nada. Hay profesionales que disienten abiertamente de la denominada autorregulación de los medios, aunque coincidieran en que ni periodistas ni empresarios del sector deberían vulnerar nunca el derecho a la información del que goza la sociedad. Pero la autorregulación jamás ha de confundirse con la autocensura. Decía García Márquez que la ética debía acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón. Casos recientes, como el asesinato del niño Gabriel Ruiz, ponen en evidencia que no todo vale en el periodismo. Parece que de poco o nada sirvió la experiencia de hace 25 años con el crimen de las tres niñas de Alcàsser. Y que quizás ese fuera el punto de partida hacia la debacle de unos medios audiovisuales en este país, a la hora de prestar cobertura a desgracias perpetradas por seres en extremo tan sórdidos de nuestra sociedad.
[‘La Verdad’ de Murcia. 10-4-2018]