El río Vinalopó cruza la ciudad alicantina de Elche (Elx en el catalán original) de norte a sur dividiéndola en dos partes: la histórica, en la margen izquierda; el ensanche moderno, en su constante crecimiento hacia el oeste. De muy escaso caudal, a veces rambla seca que, salvo en sus dañinas crecidas inesperadas, no es capaz de alcanzar su desembocadura natural en el Mediterráneo, ha excavado a lo largo de los siglos un profundo tajo en los terrenos que hoy ocupa la urbe ilicitana, provocando un fuerte desnivel en cuyo fondo discurren sus aguas, ahora embalsadas y encauzadas de tal manera que, visto desde las calles y los puentes, muy arriba, le dan un aspecto de estrecho y escuálido canal.
Que una sorprendente iniciativa ha convertido en obra de arte y placentero rincón, convirtiendo sus amplias y hormigonadas orillas en un quilométrico cuadro de pintura al aire libre, politemático y colorista, y sus inmediaciones en una zona verde a distintos niveles, frondosa y ajardinada, que atrae de continuo a paseantes y deportistas en busca de sombra, tranquilidad y aire limpio.
Pero el verdadero pulmón verde de la ciudad es su famoso Palmeral completo, un vasto conjunto de huertos de palmeras diseminado por la ciudad y sus alrededores, cuidado y protegido desde su orígenes árabes, que no solo compone un maravilloso oasis natural sino que ha contribuido a la economía local con su rica producción de dátiles y palmas blancas, algunas de reputada filigrana artística (para tener una perspectiva completa, la mejor opción posible es sobrevolarlo en globo). Nosotros nos limitaremos a dos de ellos. Cruzando el foso del río por el puente de Altamira, entramos al primero, el Parque Municipal, el mayor y más céntrico.
Es en realidad una sucesión de huertos, laberinto arbolado de senderos y caminos de tierra, con rincones con encanto, jardines, canales, fuentes, estatuas y algunas construcciones emblemáticas: el palomar, el templete, la rotonda, el huevo y el acristalado restaurante. Pero antes de abordar el segundo, más lejano, aprovechamos la ruta para conocer el centro antiguo. Saliendo del parque, topamos de lleno con el Palacio de Altamira, el castillo de Elche, construido sobre el viejo alcázar de la medina almohade, sobre la línea de su desaparecida muralla.
Hoy es el museo de historia de la ciudad, una muestra de restos, textos y documentos referidos al devenir de la misma desde su fundación musulmana en el emplazamiento actual; en su torre del Homenaje se expuso temporalmente la famosa Dama de Elche, elegante y estilizado busto en caliza de una mujer ibera, que se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid y cuya devolución es una reivindicación histórica de los murcianos. Tras la excavaciones, la conversión del patio de armas en moderna plaza y la construcción de un nuevo edificio aledaño que acoge el museo de arqueología, exposición informativa de los materiales que hablan de la prehistoria y de la historia de la ciudad hasta su refundación mahometana en la Edad Media, ambos museos se unificaron en el actual MAHE, el Museo Arqueológico y de Historia de Elche.
Pasando la Oficina de Turismo, enfrente, cruzamos hacia la cercana Basílica de Santa María, primero mezquita, luego iglesia gótica y hoy sólido templo barroco donde destacan su escultórica portada, sus cúpulas azules y su torre-campanario, pero cuya importancia radica en ser la sede del extraño y famoso Misterio de Elche, joya de la cultura medieval valenciana, un rito teatralizado sobre la muerte y coronación de la Virgen que se repite anualmente cada mes de agosto, con gran solemnidad y en valenciano antiguo, y que los lugareños conocen como la Festa. A un lado, se levanta la Calahorra, alta y maciza torre de vigilancia de la antigua muralla medieval, hoy convertida en centro de exposiciones y charlas.
Su nivel superior, como el de la Basílica o el del Palacio, es un buen mirador panorámico de la ciudad y el Palmeral; bajo el edificio adosado, hay una terraza-bar para un breve y reparador descanso. Continuamos hacia el sureste, hasta los cercanos Baños Árabes, rescatados de su ostracismo en el sótano de un viejo convento, que en su época hacían de centro social y de higiene, con sus distintas aguas separadas por arcos y columnas bajo iluminación cenital, ahora recreado su ambiente original con música y luces. Unas calles más abajo, alcanzamos el segundo huerto.
En realidad, es un pequeño jardín privado que obliga a pasar por taquilla, pero merece la pena. El Huerto del Cura, así llamado por haber sido propiedad y residencia de un antiguo capellán, es una pequeña joya de arte botánica, un romántico rincón aislado de las calles colindantes, donde reina la palmera datilera, bien acompañada de otras muchas muestras de vegetación exótica y local: cactus, nenúfares, cañaveras, frutales mediterráneos, enredaderas, arbustos y plantas de jardín. Todo completamente tapizado de verde, entre rocas y agua, salvo el estrecho y retorcido camino de tierra que serpentea entre el conjunto, bien señalizado en sentido único para favorecer la visita.
Completan su belleza estanques, fuentes y esculturas (entre ellas, una réplica de la Dama de Elche), pero su estrella es la llamada palmera imperial, recuerdo de la visita realizada a finales del XIX por la austriaca Isabel de Baviera, la popular Sissi Emperatriz del cine. Además de su enorme tamaño y su ya larga vida, asombra sobre todo por sus siete vástagos tardíos y nacidos a media altura (lo normal es que retoñen de jóvenes y sus hijuelos broten de la base), que forman con el tronco principal un asombroso candelabro gigante. El aficionado con tiempo puede aun aclarar todas sus dudas en el Museo del Palmeral, a un paso cruzando la calle.
Volvemos hacia el río, pasando al lado del moderno Centro de Congresos, todo acero y cristal, para terminar en la zona del Ayuntamiento, unas calles al sur de la Basílica, sólido palacete renacentista nacido de la unión de la Torre del Consell, punto de vigilancia de la antigua muralla, y la Lonja medieval, rehabilitado y ampliado con un moderno anexo. Antes ya de despedirnos, aprovechamos para repostar en uno de los muchos restaurantes de la zona: un caldico con pelota, arroz con costra, dulces delicias y un digestivo licor de dátil.
Salimos luego bajo el arco consistorial a la plaza del viejo Mercado, tomada por obras con hallazgos arqueológicos, bajo la mirada surrealista de las siluetas humanas de la Crítica, una instalación artística pegada al mismo Consistorio, cuyos protagonistas parecen moverse y filosofar ante un marco vacío de apariencia pictórica que les sirve de fondo. Y hacemos mutis definitivo por el foro de la pasarela que nos traslada al otro lado del río, entre recuerdos de palmeras fenicias y damas prerromanas, pero sin resolver el misterio de la fiesta sagrada: eso, solo en agosto.
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