
Entré en la universidad en el año de Nuestro Señor de No-confesaré-aquí-lo-viejo-que-soy. Ese año en mi facultad se había decidido implantar un nuevo plan de estudios, bautizado como Plan 95 (vaya, se me ha escapado). Fui el primer matriculado, tengo ese dudoso honor. En ese nuevo plan estructurado en créditos, más moderno, más flexible, más europeo, aparecía una figura hasta entonces desconocida: los créditos de libre elección. Teniendo en cuenta que yo no disponía de vehículo propio, que la Universidad de La Laguna tiene más "campus" que alumnos, que el transporte público en Tenerife va como va, que cada facultad organiza sus horarios como obviamente le viene en gana, que Biología es una carrera con clases teóricas y prácticas durante toda la jornada y que las asignaturas tienen límite de plazas, el nombre de "libre elección" debería haberme hecho sospechar. Pero yo siempre he sido idiota. Así que complementar mi formación en Biología Celular y Molecular con asignaturas de otras carreras (lo que era tristemente necesario) se convirtió en "a ver si logramos terminar pronto con esta tortura".
Tirando de esta libertad aterricé en Antropología de la Alimentación, asignatura impartida en la facultad de Farmacia (de las pocas al alcance de mis pies) a la hora de comer (cómo no). La asignatura, lo admito, cumplió además con los requisitos de ser medianamente interesante y fácil de aprobar, algo que para un estudiante del Plan 95 era sinónimo de chollo salvavidas.
Incluso aprendí cosas, como el hecho de que muchos alimentos que consideramos tóxicos, no comestibles o hasta deliciosos, no poseen estas características de manera intrínseca, sino que confluyen en ellos circunstancias históricas y económicas que hoy carecerían de sentido. Por ejemplo, en Oriente Medio no se consume cerdo, es un animal impuro. La realidad antropológica es que en aquel clima, con aquella agricultura, criar cerdos es poco rentable. El alimento se convertiría en un competidor directo del alimentado. Esas dificultades se tornaron, religión mediante, en prohibición. Y hoy una carne objetivamente nutritiva es considerada una aberración sin más. O que en la selva amazónica hay tribus próximas, pero aisladas entre sí, que consideran, unas, al tapir como un manjar y, otras, un animal repugnante. Simplemente porque las primeras tienen poca caza a su disposición y las segundas un río lleno de peces de los que obtener proteínas.
Aún así, no sé, creo que pude haberle sacado más jugo a esos créditos. Aprender, que es de lo que se trata en la universidad, dicen. Algo más que ir, apuntar cosas y entregar un trabajo. Entender cosas sobre los gustos, las preferencias, sobre por qué disfrutamos y odiamos, sobre la relatividad de lo que consideramos absoluto. Sobre la (no) libertad de elección y la (ir)realidad de las pertenencias. ¿Sobre la patria, quizá? La patria intestinal y la estatal. Todas las patrias.
Pero yo siempre he sido idiota.
