El Rey, preocupado, ayer por el paro de los jóvenes y hoy por el accidente de su nieto (que le recordaba el disparo por su mano que acabó con la vida de su hermano en 1956), no pudo acompañar ni a la juventud en la angustia de su desempleo ni a su nieto en el dolor del hospital: es que estaba matando elefantes. La princesa Sofía se había interesado en 2009 por una elefanta, Susi, que, en el zoológico de Barcelona, parecía tener depresión. Ya lo decía Felipe González: prefiero morir de un navajazo en el metro de Nueva York que en un manicomio en Moscú. Y hoy lo dicen los elefantes: prefiero morir de tristeza en un zoológico catalán que de un disparo en la sien en una reserva de Botswana, ejecutado por una dinastía de gobernantes patéticos y con antecedentes familiares de robo (ya lo decía Talleyrand: “es costumbre real el robar, pero los borbones exageran”). En uno te cuida la Casa Real. En el otro, la misma familia, te asesina. Aunque seas una especie en extinción. Es un sarcasmo que lo que no esté en extinción sean las casas reales y los reyes. ¿Será que el derecho de pernada se ha metido en nuestras consciencias?
El Rey Juan Carlos, con la animadversión de la reina Sofía (sobre todo cuando es vox populi que el cristiano monarca vive con otra señora, igualmente aficionada a matar animales y apropiarse de lo que no le corresponde); el enfado de su hija por no permitírsele a Urdangarín practicar el deporte preferido de los Borbones; la rabia de la derecha, que cree que no está participando lo suficiente de los negocios; el empuje de nuevas generaciones, a las que eso de la sangre azul les parece de película mala y kitsch; la coherencia recobrada de Izquierda Unida (lejos de aquel PCE que abrazó la bandera, la monarquía, las bases y los tirantes de Fraga); los levantamientos en el norte de África, que ponen en peligro a sus primos, los sátrapas asesinos de Marruecos, Yemen, Kuwait o Arabia Saudí (con los que celebraba recientemente la absolución por violación de un príncipe ¿ayudaría la casa real española?); o la irresponsabilidad del monarca –irse a matar elefantes en mitad de la mayor crisis que están sufriendo sus súbditos-, son todos factores que están invitando a su majestad al baúl de los recuerdos. Pese a que el PSOE se empeñe en salvar la cara y otras partes del cuerpo a la institución monárquica. Mal vamos si lo más avanzado de la democracia española descansa en la figura del rey. Aunque lo diga Santiago Carrillo.
Cuidado en cualquier caso. Porque ya están ahí los que dicen que todos los errores del rey Juan Carlos quedan solventados con el hijo, todo un dechado de virtudes que, además, tendrá todo el apoyo de su madre. De manera que acelerar la representación de los errores de Juan Carlos opera una nueva magia a mayor gloria de Felipe. Ese que, en sus estudios de COU en Canadá, no recibió el premio al mejor en ciencias sociales, filosofía, historia, lengua, matemáticas o biología, sino “por su sensibilidad para con sus compañeros” (ya le recomendaba su padre en carta luego publicada: ”Es necesario no exagerar los extremos: ni hacerte antipático por una excesiva rigidez y por un alejamiento pronunciado, ni caer en el inconveniente de conceder demasiada confianza a las personas y esforzarte en aparecer en público muy próximo con una simpatía constante y ficticia”). Ese que nos dijo, mintiendo, que suspendía su viaje de luna de miel en honor a las víctimas de Atocha. Luego nos enteramos de que había fletado, en silencio, un avión para celebrar por todo lo alto en una isla del Caribe. Lo supimos porque un policía de Estados Unidos entendió que había algo que no cuadraba en el equipaje del descendiente.
Tiempo es de pensar en República. Si de lo que se trata es de empezar a pensar en democracia. De dejar de ser un país ocupado. De tomar las riendas de nuestro futuro político.