Revista Diario
No suelo contar segundas partes de mis historias. La mayoría de las veces porque un anestesista es una pieza más del paso de un paciente por quirófano. Si la cirugía no se complica, los pacientes pasan un par de horas en nuestras manos y, luego, suben a planta donde, a menos que te toque trabajar en la Unidad de Dolor agudo, les pierdes la pista. Pero esta vez voy a hacer una excepción. Tal vez porque yo no he sido sólo una pieza más del paso de Elena por quirófano. Tal vez, porque me ha afectado más de lo que quisiera su historia. El dolor de las últimas semanas había sido insoportable, a pesar de la radioterapia. Sobre todo, un dolor abdominal no demasiado claro. El otro día, en mi guardia, la cirujana me cuenta: "Tengo en Urgencias a una chica joven con este tipo de cáncer, que tiene una obstrucción intestinal a punto de perforarse. Tengo que meterla en quirófano ya". Era Elena. Sus ojos se iluminaron cuando vieron quién era su anestesista. Una cara conocida en un mar de desconocidos vestidos de verde. - Tengo miedo - me dijo, con la voz rota de dolor, mientras yo cargaba el fentanilo. - No te preocupes. Voy a estar aquí, cuidando de ti, todo el rato - contesté, rogando para mis adentros que la obstrucción no fuera una metástasis. Me cogió la mano con la que le ponía la medicación. - Jomeini - me rogó - Despiértame. Por mis hijos. Despiértame, que no he podido despedirme. Asentí, con un nudo en la garganta, sin tenerlas todas conmigo. Afortunadamente, la obstrucción no era metastásica y la cirugía fue como la seda. - Ay, Jomeini, churri, cómo te quiero - me dijo, cuando, horas más tarde, subía a la planta. Y yo sonreí, feliz de verla despierta. Y pensé que qué cuernos, que Elena se merecía esta segunda parte.