Fuera está lloviendo, las gotas repiquetean insistentes contra el techo, la ventana, las paredes... Mientras suena de fondo una lista musical que se llama "otoño" precisamente. En la soledad de mi habitación recuerdo una conversación, hoy los niños de sexto han trabajado sobre la alegría. El valor y la experiencia de la alegría. La alegria a la que Jesucristo invita y que nace del encuentro con él. Pero claro, no es tan fácil, nunca lo es. La alegría del encuentro con el amigo, de la visita programada, de la cita en la que el corazón se alegra previamente ante la cercanía del momento. La alegría del encuentro, de la visita inesperada en la que el amigo nos sorprende con su presencia no advertida. Lo crucial es haber vivido esta experiencia, para entender la otra, la relación transcendente, la que va más allá del espacio y el tiempo.
Y también es clave comprender la experiencia contraria, cuando el amigo no llega, cuando su presencia se demora o simplemente ignora el encuentro programado y el corazón se llena de tristeza, de un vacío como hambre de varios días. Decía el sabio que sólo quien ha experimentado la desdicha en algún momento puede comprender verdaderamente la dicha. Pero es tan doloroso.
Yo elijo la alegría, pero acepto lo que la historia me depara.
Pasa casi una hora de la medianoche, sueño, ven pronto y apaga cualquier rescoldo de tristeza.