Revista Religión
Cada año hago planes para hacer más productiva mi vida. Es una costumbre que llevo repitiendo casi veinte años. Garabateo horarios, tacho y reescribo cada diciembre una propuesta de agenda que me permita vivir intensamente a partir del próximo enero. Intento sobrepasar con creces la productividad del año anterior.
“Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20b)
Busco leer más libros, escribir más, hacer cosas nuevas y agrego a la lista ideas que podrían ser posibles con mucho esfuerzo personal. Todo por ser más útil a mi Señor, esa y no otra es la intención que me mueve. Luego me paso el año intentando vivir mediante esta serie de algoritmos rígidos como si me fuera la vida en ello.
A medida que va pasando el tiempo me he preguntado si esto es tan bueno como parece, si planificar tanto es juicioso. Sé que he ganado mucho al procurar un meticuloso y calculado orden, pero me pregunto cuánto me he perdido en el proceso de ser tan dogmático.
Cuando miro a Jesús, mi modelo de vida y fe, y busco respuestas en su andadura, me sorprende lo que veo y me hace pensar si acaso la forma en que he elegido vivir proviene más de lo que me ha enseñado el mundo, que lo que he aprendido a través de su impronta. Él no parece estar con esas prisas que me caracterizan, siempre tiene tiempo para una charla no planificada, y su agenda se va haciendo sola, durante el día, a la medida que encontraba una necesidad que suplir. Tenía claro su propósito, cada momento lo vivía para Dios y para eso no necesitaba una agenda, sino una vigente elección.
El rompió los estereotipos de ministerio de su época que confinaban el ejercicio del ministerio al Templo o a la Sinagoga, para hacer de cualquier escenario su púlpito. Una boda fue el contexto de su primer milagro y no un culto de oración. Disfrutaba la interrupción de los niños en sus viajes, se saltaba los prejuicios regionales y conversaba con una mujer samaritana al coste de su reputación mesiánica. Se reía con aprobación cuando los discípulos le contaban que habían echado fuera demonios, cenaba en la casa de personas desconocidas, y tenía como amigos cercanos a un grupo de hombres con problemas de carácter dignos de estar en un reformatorio y no en un equipo apostólico. Usaba el sábado en actividades que la religión organizada de su tiempo no veía bien y era capaz de vivir en libertad sin importarle las presiones de los poderosos de su época.
Hacer una agenda no es malo, pero no debe ser una camisa de fuerza, ni privarme de la guía del Espíritu Santo en mi diario vivir. Elijo vivir con propósito, sin autoimponerme un programa donde Dios tenga difícil el acceso a causa de mi insensatez. Quiero ser como Jesús, porque solo él ofrece un modelo de vida donde el hombre puede encontrarse pleno y realizado. Mirar más hacia él, ser transformado a su semejanza como por el Espíritu, hablar con su calidez, actuar con su seguridad, adorar con una devoción como la suya, he ahí el contenido que debe primar en cualquier plan de presente y de futuro.
No sé cuánto voy a vivir, pero lo que queda, poco o mucho, espero vivirlo en la fe del Hijo de Dios (Gálatas 2:20). Solo una vida según su modelo trae paz auténtica. Ni el ministerio, ni lo que pueda hacer para Dios es importante si no logro imitar su carácter. Vivir como Jesús, guiado por el Espíritu, sin otra pretensión que caminar en su propósito, solo ahí está la verdadera razón por la cual empezar un año nuevo, o un día nuevo. Debo elegir entre mi agenda y Jesús, entre mi plan y el suyo, entre lo que creo que debo hacer y sus órdenes, entre mis horarios y su guía, y no hay dudas: elijo a Jesús, elijo vivir su vida ahora y siempre.
Por Osmany Cruz Ferrer
Escrito para Devocional Diario