Ella golpea fuerte, y todo sigue igual

Dejó el instituto con 17, porque no aguantaba a los profesores. Un año después se quedó embarazada de un muchacho sin trabajo y casi sin barba que tenía un coche de segunda mano, tuneado y equipado por más valor de lo que ganaba su padre en medio año cambiando neumáticos. Se fue a vivir a la casa adosada de tres habitaciones de la suegra, donde comparte espacio con las abuelas, el tío del marido, el suegro y la mentada suegra, ah, y el cuñado.

Ya hace algunos años de eso. Ahora ya tiene dos niños, pero aún no llega a los 24. Todas las tardes se sienta en el portal del adosadito a fumar mientras espera que se seque el agua con jabón que acaba de tirar a la calle tras fregar el dulce hogar. Luego entra e increpa con gritos estridentes al pusilánime del marido, porque aún no tiene trabajo; sale al patio y golpea fuerte, con el palo de la fregona, empecinadamente, al pobre cachorro  de pitbull que también (y por desgracia) se ha ido a vivir con ellos. Y cuando parece que se ha relajado tras toda esa violencia, agarra por el pelo al mayor de sus hijos para lanzarlo contra la puerta de la cocina, porque no quiere cenar potaje, mientras su hermano berrea y chupa un caramelo simultáneamente.

Y día tras día todo sigue igual, como si nada. Los vecinos miramos y escuchamos entre asombrados y entristecidos. Y esos dos niños siguen alimentándose cada día de un fastuoso menú de violencia y de gritos, de humillaciones y ninguneos, y haciendo lentamente la digestión de todo eso.