Revista Cine
Imagínese la situación: usted acaba de conseguir que una obra de teatro suya se la estrenen nada menos que en un teatro de Broadway con más de mil localidades, en la pieza actúan diez veteranos intérpretes y un principiante y todo el montaje escénico del Forrest Theatre, que abrió sus puertas en 1925 está pendiente, el 23 de noviembre de 1944 del estreno de su primera obra de teatro. La segunda guerra mundial está en su apogeo y los neoyorquinos necesitan distraerse.
La obra tira telón definitivamente el día 25 de noviembre: se ha representado sólo tres días.
Medio año y cuatro obras más fracasadas, el teatro cierra sus puertas.
Usted no se desanima y sigue escribiendo, leyendo, escribiendo, pillando ideas de aquí y de allí y entretanto la guerra acaba de forma estrepitosa y empiezan a conocerse secuelas de la contienda y sobre una historia verídica usted, que mira la sociedad estadounidense con espíritu crítico, escribe su segunda obra de teatro y se la ofrece al mismo productor Herbert H. Harris que sigue trabajando en el mismo teatro, reabierto con el nombre de Coronet Theatre y hay por allí otras gentes que entienden que usted ha escrito una buena obra de teatro: entre ellos, un tal Elia Kazan, director consolidado y con buen olfato para lo que va a ser un éxito absoluto, el primer éxito teatral suyo, señor Arthur Miller, que estaba dispuesto a tirar la toalla si su segunda obra funcionaba igual que la primera.
All my sons se representó 328 veces antes de parar: se estrenó el 29 de enero de 1947 y cerró el 8 de noviembre de 1947 en su primera aparición en Broadway.
Arthur Miller nos presenta un drama con ribetes trágicos y sociológicos y lo hace creando unos personajes muy complejos que se irán desarrollando a lo largo de tres actos que suceden en su gran parte en el patio trasero de la casa de la familia Keller, situada en una ciudad estadounidense indeterminada: Joe Keller es un pequeño industrial que ha prosperado mucho trabajando durante la guerra mundial fabricando piezas mecánicas que acabarán formando parte de aviones de guerra.
Joe está casado con Kate y tienen un hijo, Chris, que está a punto de anunciar que quiere casarse con Ann Deever, hija del socio de Joe y que durante un tiempo fue la prometida de Larry Keller, desaparecido en combate pilotando un avión hace ya casi tres años. El padre de Ann, Herbert Deever, está en la cárcel porque ordenó suministrar una piezas que resultaron defectuosas y causaron accidentes fatales.
Miller construye un entorno de una complejidad y riqueza inusitadas porque a través de unos diálogos potentes, perfectos, poco a poco nos suministra datos relativos al pasado de todos los personajes y no lo hace directamente sino mediante alusiones, referencias cruzadas, más que tejiendo urdiendo una red tupida de hechos, suposiciones y medias verdades que cada individuo afronta de una forma particular.
Hay un orgullo envanecido de Joe cuando asegura que al salir libre del juicio y volver a casa desde el presidio donde estuvo preventivamente -y donde dejó a su socio- aparcó el coche lejos de casa para poder ir andando hasta el domicilio con la cabeza bien alta y a la vista de todo el vecindario.
Hay una cierta desesperación enfermiza en Kate cuando se niega a reconocer la posibilidad que Larry, declarado ausente, pudiese fallecer en su última misión como piloto de guerra y hay una obsesión en solicitar de Ann que reconozca que ella también espera que Larry vuelva.
Pero Ann manifiesta que ha vuelto porque Chris se lo ha pedido por carta y porque, sabemos, tiene razones bien fundadas al suponer que Chris se decidirá ¡al fin! a pedirle matrimonio.
Chris es también un personaje complejo porque es él quien ha regresado de la guerra: es él y no su hermano, que quedó atrás, es él, quien ha ocupado el lugar del primogénito como receptor del fruto del esfuerzo de Joe, esa fábrica que prosperó gracias a la guerra. Chris ama a Ann y le comunica a su padre su deseo de casarse con ella, pero no puede enfrentarse a su madre, Kate, que piensa que Larry está pronto a volver a casa.
La situación romántica de Chris y Ann no es tan sólo una línea colateral que Miller use para avanzar la trama: es un detonante lento pero nos iremos dando cuenta conforme los encuentros entre la pareja se vayan produciendo y comprobaremos cómo es ella, Ann, la que sabe perfectamente lo que quiere y aunque esté confundida en alguna cuestión de cabal importancia, ella lo sabe y ha venido para conseguir que Chris le pida matrimonio, formalmente.
Ann no es una mujer cualquiera: es valiente y decidida y sabe administrar sus movimientos. Parece que Miller no le preste mucha atención y que simplemente sea uno de los personajes femeninos de la trama, pero nada más lejos de la realidad.
De hecho, Arthur Miller escribe con mucha intención todos los diálogos y no deja nada al azar y como se dice, no da puntada sin hilo:el personaje de Kate se debate entre el amor ausente del hijo desaparecido y el de toda una vida al lado de Joe cuyos recovecos conoce sobradamente con una mirada quieta, en ocasiones dubitativa y al punto de la zozobra que resiste amarrada a una fe obligada por el amor materno a Larry, un amor de madre que no aplica totalmente a Chris y menos cuando éste pretende ocupar el sitial de Larry también en el corazón de Ann. Kate se debate y sufre porque duda.
Miller se vale de algún personaje secundario para sentar contradicciones en la aparente calma de esa familia que ha prosperado en la guerra sin mácula y las sombras del pasado sin prisa pero sin pausa se van cerniendo sobre ese patio trasero transitado por vecinos en ocasiones inoportunos y hasta entrometidos forzando situaciones que llevan el drama original a su parte más trágica.
Sin apenas ruido, suavemente, Arthur Miller nos sitúa en consideraciones en las que el deseo de prosperar, de enriquecerse, chocan con una ética deseable: el egoísmo unido a la negación de la responsabilidad se une al engaño fruto de palabras huecas, a la trampa dialéctica, a la excusa necesaria para evadir sentimientos culpables que se reprimen y que Miller hará aflorar en una catarsis mínima cuando la mujer fuerte, Ann, muestre lo que sabe.
Como suele suceder en las obras de teatro clásico, la dimensión que pueden alcanzar los distintos personajes por el modo en que han sido creados y construídos, a través de unos magníficos diálogos, daría para consideraciones que excederían el espacio razonable. Esta segunda pieza dramática de Arthur Miller es en sí misma mérito suficiente para considerar al autor como sobresaliente y su lectura, que se produce del tirón y sin poder abandonar el libro un instante, hace comprender porqué desde el día de su estreno se ha representado en infinidad de ocasiones y casi siempre de la mano de intérpretes teatrales de solera, porque la complejidad de los personajes no permite descuidos y su trama, aún localizada temporalmente con precisión, excede y trasciende épocas y lugares y se puede aplicar perfectamente al día, lo que evidentemente no resulta extraño al tratarse, efectivamente, de un clásico.
Si la obra teatral cerraba su primer paso en Broadway en noviembre de 1947, ya en mayo de 1948 la industria hollywoodiense se aprestaba a estrenar la película titulada como la pieza original All my sons dirigida por Irving Reis a partir de un guión de Chester Erskine que suaviza un poco las aristas lúcidas de Miller y añade alguna escena que en el original no está y que no beneficia en nada al conjunto, pero hemos de entender que bastante hizo la industria del cine estrenando una historia en la que el sistema industrial estadounidense, representado por la figura de Joe Keller, no queda muy bien parado que digamos y ello con el añadido de la práctica inmediatez temporal porque lo que la trama desarrolla hace referencia a situaciones ocurridas menos de cinco años antes: aún en una época en la que la censura se aplicaba con decisión, la pieza de Miller pasó del éxito de las tablas al de la pantalla.
Ello no fue, ciertamente, por obra y gracia ni de su director ni de su guionista: del guión ya hemos apuntado su debilidad frente a la obra original -lo que resulta comprensible hasta cierto punto- y del director podemos decir que racanea desaprovechando las oportunidades que ofrece la pieza original y que seguramente en otras manos hubiese aprovechado para expresar lo que la censura quitó del guión.
La forma de dirigir de Irving Reis resulta eficaz y sabe rehuir el acartonamiento teatral y aunque hay alguna escena fuera de la casa de los Keller, la mayoría de los escenarios del domicilio contribuyen a crear la sensación de opresión física que acompaña a la moral sin que se convierta en lastre para el ritmo la riqueza de los diálogos, en su mayoría mantenidos, para lucimiento de las estrellas de la función, que son Edward G. Robinson y Burt Lancaster, correlativamente como Joe y Chris Keller.
Ambos ofrecen un trabajo encomiable, especialmente Edward G. que una vez más borda el personaje, tan complejo y con una vida interior repleta de sensaciones, miedos y contradicciones: todo lo que Miller pone en el personaje, lo representa Robinson.
Quizás por falta de presupuesto, quizás por desidia del propio estudio, los personajes femeninos en la película quedan un poco débiles en comparación a lo que uno imagina cuando lee la obra original, pese a que se preservan casi todas las líneas de diálogo, pero hay una falta de fuerza en la cámara que mueve Reis cuando filma a esas mujeres que tienen importancia cabal en el desarrollo y término del drama.
Han habido, que sepa, otras versiones filmadas de la obra, pero ninguna como largometraje en condiciones, así que esa sí sería una buena oportunidad para que algún director capaz de leer teatro se ocupara de presentarla en el siglo que vivimos, porque la idea no ha envejecido nada y creo que con unas pocas ganas de hacer un casting decente hay posibilidades, que ya va siendo hora.
Si lo desean, pueden ver en youtube la película de 1948, en la que se pueden activar subtítulos en español:
Y también, como extra, ya que es el aniversario de este bloc de notas (quince años ya), pueden ver una versión española, un Estudio 1 (TVE) de 1973 con el gran Narciso Ibáñez Menta: