Revista Cultura y Ocio

Elogio al maquillaje, de Charles Baudelaire

Por Simonmago
Ésta es una canción, tan inepta como trivial que apenas se podría citar en un trabajo que busca cierta pretensión de seriedad, y no obstante, traduce muy bien –en el estilo del Vaudevil– la estética de aquellas personas que nada piensan. “¡La naturaleza embellece lo bello!” Presumible es que el poeta, si hubiera hablado en francés, hubiera dicho: “¡la simplicidad embellece lo bello!” Eso equivale a cierta verdad de un género, casi siempre ignorada: Nada embellece lo que es.
La mayor parte de los errores relativos a la belleza, nacen de la falsa concepción del siglo XVIII relativo a la moral. Lo natural fue presa en aquellos tiempos, como base, origen y tipo de todo lo bueno y bello posible. La negación del pecado original no es poca cosa en comparación con la general ceguera de esa época. Consintamos referirnos, sin embargo, a un puro hecho, visible a la experiencia de todas las edades y a la Gaceta de los Tribunales, y veremos que lo natural nada nos aporta o casi nada, es decir, ella (la naturaleza) obliga al hombre a dormir, a beber, comer y garantizarle protección –para bien o para mal– contra las hostilidades del ambiente. Esto hace que ponga al hombre atentando contra su semblante, comiéndolo, secuestrándolo, torturándolo; pues tan pronto como sorteamos el orden de las necesidades y de los deseos, entramos en el lujo y los placeres, y vemos así que la naturaleza no puede sino aconsejarnos en el crimen. Es esta infalible naturaleza la que ha creado el parricidio, la antropofagia y mil otras abominaciones que el pudor y la delicadeza nos impide nombrar. Esta filosofía –que habla de lo bueno- es la misma religión que nos ordena alimentar a los parientes pobres y enfermos. Lo natural (que no es otra cosa que la voz de nuestro interés) nos pide lo inoportuno. Pasemos revista, analicemos todo lo que es natural, todas las acciones y los deseos del hombre naturalmente puro, y no encontrarán nada que no sea horrible.
Elogio al maquillaje, de Charles Baudelaire
Todo aquello que es bello y noble es resultado de la razón y el cálculo. El crimen, en el cual el animal humano extrae el gusto a través del vientre materno, es originariamente natural. La virtud, al contrario, es artificial, sobrenatural. El mal se realiza sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte. Todo aquello que he dicho sobre la naturaleza como mal consejero en materia de lo moral y de la razón (en tanto verdadera redención o transformación) puede ser traducido en el orden de lo bello. Soy así conducido a observar los adornos como uno de los signos más nobles de la primitiva alma humana. Las razas que nuestra civilización engaña y pervierte, tratadas fácilmente de salvajes con un orgullo y fatuidad siempre risibles, comprenden tan bien como los niños la alta espiritualidad del traje. El salvaje y el niño testimonian, en sus ingenuas aspiraciones hacia lo brillante, las plumas abigarradas, las telas tornasoladas, las majestuosas formas artificiales, su asco por lo real y así, sin saberlo, demuestran la inmaterialidad de sus almas. Por desgracia, ante esta verdad, Luis XV –que no produjo una verdadera civilización, pero sí un retorno a la barbarie– induce a la depravación hasta no más, al gustar de la ¡simple naturaleza! 
La moda debe, entonces, ser considerada como un síntoma del gusto por el ideal, que subsiste en la mente humana por encima de todo lo que es vida natural, acumulada por lo grosero, terrestre e inmundo; más bien como una deformación de la naturaleza sublime o aún más, como un ensayo permanente y sucesivo de reformulación de la naturaleza. Además, podemos observar sensatamente (sin descubrir la razón de ello) que todas las modas son encantadoras; cada una tiene el empeño, más o menos feliz, hacia lo bello; una aproximación de un ideal cuyo deseo titila en el espíritu humano no satisfecho. Pero, si se ven con cierto gusto, las modas no deben ser consideradas como cosas muertas: lo mismo valdría admirar los viejos ropajes suspendidos, sueltos e inertes, como la piel de San Bartolomé en el armario de un trapero. Hace a sus figuras vitalizadas, vivificadas por las bellas mujeres que lo portan. Solamente así, uno comprenderá su sentido y espíritu. Y así, el aforismo todas las modas son encantadoras, que hiere en absoluto, podríamos decir, aún cuando ustedes no puedan entenderlo: todas las pasiones son legítimamente encantadoras.
La mujer está en su derecho e incluso, cumple una especie de deber aplicándose en parecerse mágica y sobrenatural. Es necesario que ella sorprenda, hechice; ídolo, debe dorarse para ser adorada. Debe tomar prestado de todos los recursos de las artes y elevarse por encima de la naturaleza para subyugar mejor los corazones y herir los espíritus. Poco importa si las astucias y artificios sean conocidos por todos, si el acontecimiento es eficaz y el efecto sea totalmente irresistible. Con estas consideraciones, el filósofo artista encontrará fácilmente la legitimación de todas las prácticas empleadas en todas las épocas por las mujeres para consolidar y divinizar –por decirlo así– su frágil belleza. La enumeración sería imposible pero, para restringirlo, es lo que en nuestro tiempo llamamos vulgarmente como Maquillaje. ¿Quién no ve que, en el uso de los polvos de arroz, tan neciamente anatemizados por los filósofos cándidos, tiene como fin y resultado hacer desaparecer del cutis las manchas que lo natural ha expuesto en exceso, y crear una unidad abstracta en el tono y el color de la piel, a cuya unidad, como producida por el traje, aproxima inmediatamente al ser humano a la estatua, es decir, a un ser divino y superior? En cuanto al negro artificial que rodea al ojo y al rojo que destaca la parte superior de sus mejillas –aunque su uso provenga del mismo principio– su resultado está hecho para satisfacer una necesidad completamente opuesta; el rojo y el negro representan la vida, una vida sobrenatural y excesiva. Ese marco negro vuelve la mirada más profunda y más singular; da al ojo una apariencia más decidida, de ventana abierta al infinito; el rojo que inflama los pómulos, aumenta aún más la claridad de la pupila y añade a un hermoso rostro femenino la pasión misteriosa de la sacerdotisa.
Así, si comprendemos bien, la pintura paisajista no debería estar empeñándose en ese objeto vulgar, vergonzoso imitando lo bello natural y rivalizar con la juventud. Por otra parte, observamos que el artificio no embellece la fealdad y no podría servir más que a la belleza. ¿Quién osaría asignarle al arte la estéril función de imitar a la naturaleza? El maquillaje no es para esconder o evitar ser descubierto; por el contrario, quizás es ostentar, sino con afección, al menos con una especie de candor.
De buena gana, me permito que aquellos, cuyo peso de gravedad les impide encontrar lo bello en las más minúsculas manifestaciones, ría con mis reflexiones y las condene como una solemnidad pueril. Su austero juicio no me compromete en lo más mínimo; me contentaría en estar cerca de los verdaderos artistas, así como de las mujeres que reciben de nacimiento un relumbrado fuego sagrado, en el cual ellas podrían iluminarse toda entera.
Fuente: El pintor de la vida moderna, 1863. Traducción de José Miguel Arancibia Romero. Los paréntesis son propios. 

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