El mundo es un lugar hostil pero único en el sistema solar: sólo nuestro Planeta reúne las condiciones necesarias para albergar vida multicelular. A la vida y sus mecanismos de reproducción, no le interesan las disquisiciones filosóficas ni morales, no le interesa el estudio del mal, ni los bolsos de Prada, ni los valores del IBEX 35, le interesa perpetuarse, sobrevivir, le interesa darle la razón a Baruch Spinoza. Mientras los tecnócratas pierden el sueño para rebajar la prima de riesgo, el Planeta viaja incansable alrededor del Sol, a 107.000 kilómetros por hora. Mientras Draghi se decide a comprar deuda soberana, el Universo persiste en su misteriosa sinfonía, en su sincronizado movimiento, en su supuesta expansión. Contemplar la inmensidad de la materia oscura, una noche de septiembre, cuando el verano llega a su fin, nos puede conducir a una verdad peligrosa: nada es realmente importante, todo se conduce en último término por un gigantesco error, o por una minuciosa irregularidad en la basta extensión del tiempo. Ver así las cosas, de vuelta a casa, cuando has dejado a tu hijo en la escuela o cuando le preparas el tupperware o cuando terminas el informe que tu jefe te ha pedido para esta misma mañana, puede concluir en una irremediable inactividad, en una terrible apatía, en un estado de absoluta resignación, en el zen de lo cotidiano. La poesía y el pensamiento latino ha dedicado hermosos momentos a este estado, por ejemplo Marco Aurelio, por ejemplo Séneca. La vida es misteriosa, es cruel, es impredecible, pero es, al fin y al cabo, un recorrido temporal.
La indolencia, la apatía, es la única herramienta que puede darnos un consuelo sólido frente a la desorientación de la especie; no se trataría ya de buscar la felicidad, se trataría más bien de asumir su imposible realización y su mentira, su quimera; de la misma forma, no se trataría ya de perseguir el ideal de justicia social, sino de reconocer fatalmente que es un imposible. Una vez aceptado este principio, la mirada que posamos sobre los acontecimientos se torna burlona, ácrata, irreversible; sólo el placer epicúreo y egoísta de mirar, goza de sentido frente al sinsentido de lo observado.
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