Revista Cultura y Ocio
Mattise (en la fotografía) hace de Onetti o de Aleixandre en esa cama que es también un taller de trabajo. No se han valorado como se deben las camas, aparte de la circunstancia amatoria o fúnebre. Lo normal es que entremos al mundo en una y salgamos por otra, se entiende que no sean la misma, pero puede darse esa extraordinaria casualidad mobiliaria. También he visto fotografías de Frida Kahlo encamada. Se pinta o se escribe en la cama porque el cuerpo está reconciliándose consigo mismo y se le da primacía a la cabeza. Yo creo que muchas de las mejores ideas que se han tenido provienen del hecho de estar tumbados en una. No es un colchón reposado en un canapé o en un somier. No importa que se la cubra con una u otra sábana o un tipo de manta o de edredón determinado. Tampoco qué tipo de almohada la preside, si es mullida o lánguida, de cuerpo recio o liviana y de escaso empaque. Sólo importa que nos permita extender el cuerpo, dejarlo ocupar el espacio que no es el propio de nuestra especie. Entonces le inventamos un oficio. Pensamos que puede confortarnos cuando soñemos o que aliviará la enfermedad o que nos restituirá la dulzura y la plenitud física cuando la usemos para volcarnos en otro cuerpo. Pensamos que no hay mejor lugar en donde leer. Pensamos que esa quietud que nos ofrece contribuirá a que aclaremos las ideas y nos levantemos con el pie derecho, determinados a enmendar lo errado o convencidos de que sabemos qué hacer con el día hasta que llegue más tarde, próspera y limpia, la noche. Luego está la cama postrera, la que nos conduce al sueño más largo, del que no sabe a ciencia cierta (cómo meter la ciencia en esos asuntos) qué paisajes tendrá, si la derecha del Padre o su nada metafísica. Quizá la cama sea, en el fondo, el único asunto metafísico de nuestras vidas.