Fue abdicar el Rey y la España virtual se metamorfoseó en un cuadro de Delacroix: “La red social convocando al Pueblo”.
Con la renuncia catódica de don Juan Carlos todavía caliente decenas de miles de personas se manifestaban en las principales ciudades españolas reclamando la abolición de la monarquía.
En Barcelona, paradojas de la vida, republicanos y soberanistas disfrutaban, en alegre hermandad, de la marcha real.
En todas las concentraciones hubo un elemento común: la masiva presencia de la bandera tricolor.
Para la resuelta muchachada que se enseñoreó de las plazas de España al grito de “no hay dos sin tres, república otra vez” o “los borbones, a los tiburones” el Régimen del 78 se cae a cachos y el Frente Popular ya está tocando a la puerta de las casas.
Muñoz Molina, siempre él, se plantea si en un país con fracturas tan graves –económicas, sociales, territoriales, políticas- de verdad nos hace falta, justo ahora, plantear una fractura más.
Me temo que su voz clama en el desierto ¡Qué va a decir un Príncipe de Asturias!, replicará el tuiterío, erigido, ya irremediablemente, en oráculo de la posmodernidad.
Corren malos tiempos para la lírica serena. La crisis ha impuesto una nueva retórica: apresurada, agresiva, rompedora, juvenil.
La última convocatoria electoral, además, ha aupado a salvapatrias solemnes y altilocuentes, al sonido de cuya flauta mágica han acudido los hijos desairados y tornadizos del fenecido wellfare.
Y, tras la abdicación del monarca, se han lanzado a la calle con una consigna –República ya-, un símbolo -la bandera tricolor- y una estrategia –gritar y gritar, hasta enterrarlos en el mar.
Saben que cuando el debate degenera en griterío son las voces templadas las primeras en dejar de escucharse. Por exceso de volumen, inicialmente, por desistimiento, después y, finalmente, por censura.
Alguien debería explicarles que el arquero que rebasa el blanco no falla menos que el que no lo alcanza y que ninguna causa es tan justa que no se pueda reprochar en ella el exceso y la intemperancia. Quizás no sean conscientes de que la convivencia es un árbol centenario que puede ser talado en unas horas.
Con los republicanos ocurre como con los antifranquistas, que su número y su vehemencia son directamente proporcionales al número de años transcurridos desde el final de la República y de la dictadura.
Son, además, demasiado jóvenes o demasiado arrogantes para aceptar que la enseña que enarbolan no nació del pueblo, sino de una minoría sectaria y que la bandera constitucional –esa sí- es el símbolo de la paz, la libertad y la reconciliación de los españoles. La que representa la democracia que nos costó cientos de años y millones de muertos llegar a disfrutar.
“No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. La añoranza de un pasado que no fue y un futuro que nunca llegó les lleva a seguir acomodando a derecha e izquierda en cajones prefabricados, en un momento en que los valores simbólicos de ambas partes fueron barridos por la historia.
Los nuevos patriotas populares han leído a Gramsci, pero no a Erasmo, que entendió antes que nadie que el fanatismo es el destructor cerril y confeso de cualquier forma de entendimiento.
Los partidistas, que conducen el eterno descontento del ser humano en una determinada dirección, saben que a la masa le resulta más accesible lo tangible, un antagonismo cómodamente comprensible. Por el contrario, un ideal moderado carece de vistosidad y de esa excitación elemental del orgullo excluyente, que sitúa al enemigo en un lugar bien visible.
Tranquiliza, al menos, saber que el sentido de todas las pasiones es desfallecer algún día y el destino de todo fanatismo, consumirse a sí mismo.
La razón es paciente y obstinada. Cuando los demás, ebrios, se embravecen, se pliega como un junco. Pero su tiempo siempre vuelve.
* Publicado en IDEAL