Revista Cultura y Ocio
Tengo apuntada por ahí una frase que mis notas atribuyen a Augusto Monterroso, aunque luego me ha sido imposible verificar su procedencia; algunos autores reputados por sus agudezas, como sucede también con Oscar Wilde, tienen la virtud de cargar con frases que tal vez nunca escribieron ni pronunciaron. Aunque imagino que ellos se conformarían con que estuviesen a la altura de su ingenio. Sea o no suya, pues, la frase en cuestión dice: "Sin libros malos no es posible formarse un gusto lector". Cada vez que cae en mis manos un artículo que habla de la necesidad de fomentar la lectura en los jóvenes le doy la razón, porque las medidas que por regla general proponen me ponen los pelos de punta. Desde luego, las "lecturas obligatorias" del currículo escolar parecen en su mayor parte destinadas a hacer que los jóvenes se alejen a toda velocidad de cualquier cosa que huela a literatura. Si se trata de formar lectores, cuanta menos obligación y más libertad de elección se le ponga al proceso, mejor. ¿Cómo se forma un gusto lector? Pues, como ocurre también con la comida, con el arte, con el cine..., leyendo de todo y en abundancia. También -y esto es muy necesario- libros malos. Tal vez debería decir -por simplificar y para no entrar en la eterna e irresoluble cuestión de qué libros son malos y cuáles buenos-, "libros que el conjunto de la crítica considera malos" (otra cosa es que el gusto y los cánones vayan mutando, pero no nos detendremos en este asunto aquí). Porque uno aprende a discernir lecturas por comparación. El paladar del lector se educa igual que su referente físico: probando mucho, aquí y allí, cosas diferentes y rememorando después cuáles han dejado una sensación más placentera. Si uno nunca ha probado el jamón ibérico, cualquiera le parecerá bien; es jamón y eso es lo importante. Pero el día que pruebe un auténtico jamón de bellota, empezará a darse cuenta de que ahí hay algo que los jamones anteriores no le ofrecían. Lo mismo sucede con los libros. Para apreciar en verdad una gran obra literaria -o una obra excelente en cualquier género- es preciso haberse fogueado antes con obras mediocres e incluso francamente malas. Sólo así, por comparación, el lector se da cuenta de qué es lo que le ofrece este libro que los demás no le ofrecían. Mi gran afición por la novela policiaca se fraguó -como la de tantos adolescentes, sospecho que muchos pasan por una fase Agatha Christie- con las novelas protagonizadas por Hércules Poirot y Miss Marple. De estas novelas me interesaba casi exclusivamente el mecanismo de la intriga (¿quién fue el asesino? ¿cómo lo hizo?) y, marginalmente, los retratos de los dos investigadores, cada cual con sus pequeñas excentricidades y manías (deliberadamente exageradas por la autora, pero esto no me parecía mal entonces). A esta dieta básica se le añadieron, por proximidad temática, innumerables novelitas de las que sólo conservo un vago recuerdo, entre ellas numerosas pertenecientes a la categoría que los americanos llaman "pulp", y que de hecho en su mayoría estaban pensadas para ser consumidas y rápidamente olvidadas. Pero cumplían bien con mi afán de encontrar misterio y aventura. Luego, este poso de lecturas de escaso relieve literario me sirvió de trampolín para adentrarme en aguas más profundas, gracias a la colección "El séptimo círculo" de Emecé (una colección dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares), donde descubrí que los asesinatos y sus investigadores podían tener más sabor y mayor hondura psicológica. Autores como Michael Innes, Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis) o Wilkie Collins; tramas brillantísimas, casos escalofriantes, personajes con un trasfondo psicológico inédito hasta entonces, de la mano de autores como Vera Caspary, James M. Cain o Patrick Quentin. De ahí resultaba muy fácil pasar a otras intrigas, donde tal vez no había sangre ni tiros, pero sí conflicto humano, la materia de que están hechas las grandes novelas. No lamento ni uno de los malos libros que he leído, y los maestros y educadores deberían ser más tolerantes con ellos, porque son la materia a partir de la que se han creado muchos buenos lectores.