Revista Cultura y Ocio
Admiro a los músicos. Lo hago de un modo que no siempre expreso, pero es invariable y aumenta conformo los conozco o entro en una pieza musical en la que un instrumento brilla de un modo admirable. Me fascina de ese oficio la posibilidad de expresar lo que las palabras no alcanzan. No hay otro lenguaje más universal, no se puede contar algo con más eficacia que traduciéndolo a música. Por eso me produce una intensa sensación de deuda el ver a Charles Mingus con su contrabajo en el portamaletas de cualquier aeropuerto del mundo. Deuda que crece cuando ves al músico tocar en directo, concentrado en extraer de ese objeto inerte la elocuencia de los dioses, la sutilidad de los poetas o la contundencia de los guerreros. Todo en la música evoca épica. Uno cree que no es necesario entender de pentagramas para disfrutarla, y probablemente sea así, pero lo digo porque no aprendí a tocar ningún instrumento y hay ocasiones en que lamento esa orfandad mía. Amigos que no la poseen o incluso algunos que viven de su ejercicio me repiten lo insostenible de mi argumento y me espolean a que entre en un conservatorio y empiece a tocarla. Ahora es un adverbio más untado de esperanza que mañana. No entro, sin embargo, en esa recomendación. Me conformo con seguir amando la música como lo hago, sabiendo que Charles Mingus, Bill Evans, Miles Davis, Van Morrison, Pink Floyd, Billie Holiday, Jeff Buckley, Bach, Queen o Frank Sinatra están en las baldas que tengo a la espalda, mientras escribo, esperando que los reclame y les pida, con la solemnidad que se merecen, que me hagan feliz. Lo hacen siempre. No hay ocasión en que no sepa qué canción escuchar para que mi ánimo reverdezca. Incluso sé cuáles pueden hacerme perder toda alegría que albergue y abismarme en la tristeza más firme. Hasta la tristeza, al buscarse, consuela, alivia, conforta con mimo de amante atento el alma tan saqueada.