No sé si les sucede a ustedes lo que a mí. Pese a la gravedad del caso Bárcenas, asisto con una perplejidad contenida, un cansancio sin disimulo, a la crónica diaria en los medios. Será que uno acaba por saturarse, y a mínimo que te muestren otra corruptela, te enrocas en la autodefensa del "uno más qué más da". Acabas aceptando este estado de cosas como un universal consumado y el siguiente titular no te afecta de la misma forma. Sí, ya sé que es grave, una tragedia nacional, ya sé que debiera defecar sobre las progenitoras de la plana pepera, pero a uno ya no le queda mucha rabia y sí bastantes razones para creer tan solo en los hechos consumados, en las acciones vinculantes, en la ley ciega e implacable (allá donde esta habite). Está uno ya para poca retórica; a estas alturas no te crees ninguna palabra que no venga acompañada de obras. Le escama a uno hasta su sombra. Y no es para menos. Quizá hace un año pudieras pensar que tanta decadencia institucional y sordera política pudieran responder a causas residuales, efectos temporales del vendaval económico, flecos aislados de la impostura de unos cuantos. Pero hoy, perdonen que no me siente, uno sabe más por viejo que por ilustrado, y huele la insensatez desde más lejos. Intuyes el carácter estructural de nuestro déficit moral, la inercia atesorada durante décadas, indolente con el saqueo público. El sentido común pasó a ser una opción minoritaria. Por no creer, no creo ni en la inmaculada objetividad periodística que ilumina (o lo pretende) en estas semanas al soberano con este serial de terror. Manos invisibles deciden cuándo se debe tirar la basura, pese a llevar años a resguardo de vete tú a saber qué inquietantes personajes. Perdonen ustedes mi duda cartesiana, pero no se apuren, es tan solo metódica, un paso previo a la certeza (ese esquivo futurible).
En los últimos días parece que la crisis económica ha pasado al segundo puesto en el ranking de preocupaciones ciudadanas. La corrupción institucional y política acaparan el grueso de la crónica nacional. La trama alcanza su clímax narrativo. Un redoble de tambor subraya el suspense. Parece que Hitchcock hubiera resucitado de su tumba para diseñar este guión. Todo artesano de las emociones sabe bien que es necesario dosificar sabiamente los ingredientes y el tempo en el que se insertan. Ahora toca la escena de la ducha: Janet Leigh grita, impotente, acuchillada por Bates, el psicópata. Mañana Norman cogerá cubo y fregona y limpiará el rastro de sangre. Y al terminar este inquietante relato, el espectador saldrá del cine aliviado al comprobar que solo fue una fugaz pesadilla, que la vida a su alrededor vuelve a la calma, a su reconocible cotidianidad. El infame recuperará aliento y el currante seguirá soñando su tierra prometida. Duelen menos y se olvidan antes los crímenes lejanos que las afrentas domésticas. En el fondo, lo que el pueblo desea es dormir caliente, ajeno al aciago eco del extrarradio. Despotrica hoy contra el teatro del que mañana arderá en aplausos, inocente de su soterrada maquinaria.
Adenda
Mientras tanto, que siga el espectáculo, afile el soberano sus dientes de plástico y bailen los bufones su danza macabra sobre la tumba abierta de sus víctimas. Apuren el momento; a lo lejos el mar acorta su rabia y ya no habrá excusa sobre la que amansar nuestra perplejidad. Solo ahora, al amargo calor del carnicero podrá oírse nuestro llanto, aunque no lo dudéis: no hace el balar del cordero menos afilada la hoja de su verdugo. * La imagen reproduce la pintura Una víctima de la sociedad, de George Grosz.