A pesar de ser tan pacatamente conservadoras -como casi todos los católicos ingleses de la época- [las carmelitas] no consideraban que su vida religiosa fuera en absoluto política. Y ciertamente no lo era, por lo menos en el sentido más ortodoxo del término, lo cual hacía que sí lo fuera en un sentido más sutil. Rezaban por la conversión de Rusia y, sin embargo, eran comunistas de pro que evitaban ceremoniosamente el pronombre de primera persona y hablaban de «nuestra reverenda madre», «nuestro perro», «nuestro cubo de basura». Tenían ciertamente su propio cepillo de dientes, pero no poseían ropa en propiedad, ni siquiera ropa interior, y tampoco tenían necesidad alguna de peine. (…).
Lo que era más subversivo, sin embargo, era su implacable desapego del mundo. Hay personas sesudas que mantienen que este mundo es el mejor de los posibles, algunos son considerados materialistas, otros conservadores. Se llamen como se llamen, los realistas recalcitrantes que afirman que para nada hace falta otro mundo no parecen haber leído la prensa últimamente. Aquellas mujeres, por el contrario, reconocían, a su manera un tanto retorcida, la vileza de la historia de la humanidad, a la cual habrían calificado sin dudar como el pecado del mundo, y eran así la cara opuesta de los entusiastas modernizadores del liberalismo.
Por absurdo que parezca en tiempos de pragmatismo, las monjas se aferraban a la opinión curiosamente pasada de moda de que en el mundo había demasiada violencia y crueldad como para considerarlas meramente accidentales o solucionables con reformas graduales. Se convertían así en bichos raros y excéntricos, al menos para esas personas moderadas y sensatas que intuyen que no hay nada torcido en el mundo que no pueda ser enderezado con una pizca de comprensión mutua, un toque de derechos civiles y unos cuantos más sacos de trigo. Nada más disparatadamente idealista que ese realismo de andar por casa. Los conservadores más inteligentes lo rechazan, aunque no por las mismas razones que la izquierda lo denuesta. A semejanza de los socialistas y los físicos nucleares, pero a diferencia de los pragmáticos y de los positivistas, las monjas nunca fueron tan pueblerinas como para creer que lo que veían a su alrededor era todo lo que podía ser posible. Para ellas, la imperfección de este mundo era tan profunda que exigía de una intervención radical, llamada redención en su jerga. En su defecto, lo más probable era que las cosas siguieran empeorando.
Su visión de la historia de la humanidad, más allá del comentario que puedan merecer las soluciones que aportaban al problema, era por lo tanto completamente realista. Normalmente los inventarios de cadáveres levantan sospechas, pero en los años setenta se echaron cuentas y resultó que las muertes causadas por mano humana en el siglo XX, el período más sangriento de todos con diferencia, ascendía a 100 millones. Pasados treinta años habría que añadir a esa cifra algunas matanzas más. La historia de la humanidad es un clamor incesante de acuchillamientos y mutilaciones, como cualquier libro de historia universal confirmará. (…).
Este credo contrasta con las fantasías de los que opinan que el futuro va a ser muy parecido al presente, solo que con más de todo. «El presente, pero con más posibilidades», como alguien dijo refiriéndose al pluralismo posmoderno. Ciertamente no es fácil saber si el futuro va a ser peor o no. Los idealistas rematadamente extravagantes, los que miran siempre hacia otro lado, son los mismos fantasiosos recalcitrantes que van por la vida como si el FMI, las películas de Clint Eastwood y las galletitas de chocolate fueran a seguir estando a la vuelta de la esquina dentro de tres mil años. Comparados con este sentido común demencial, los apocalípticos más salvajes parecen liberales atemperados. También es ciencia ficción la creencia de que el capitalismo conseguirá finalmente alimentar a la humanidad. Si la izquierda política hubiera proclamado un absurdo tan obvio durante el mismo tiempo que sus oponentes han difundido su falsedad, se la habría reducido al silencio más despiadado.
Las hermanas carmelitas vivían como si la historia pudiera irse sumidero abajo en cualquier momento, lo cual es una verdad de Perogrullo. En ese momento ellas estarían con las manos vacías, con el cuerpo limpio de todo deseo, y desde luego no las iban a pillar echando una cabezadita.
Terry Eagleton, 2001El portero: memoriasRandom House MondadoriBarcelona, págs. 22-27.