Hay un problema esencial al que cada escritor (y cada lector) se enfrenta al relacionarse con un texto. Sabemos que leer es afirmar nuestra fe en el lenguaje y en su tan mentada capacidad para comunicar. Cada vez que abrimos un libro, confiamos, a pesar de toda nuestra experiencia previa,en que en esta ocasión se nos transmitirá la esencia del texto. Y cada vez que llegamos a la última página, a pesar de tan valiente esperanza, volvemos a sentirnos defraudados. En especial cuando leemos lo que, a falta de términos más precisos, aceptamos llamar "gran literatura", nuestra capacidad para captar el texto en toda su múltiple y diversa complejidad no satisface nuestros deseos y expectativas, y nos vemos obligados a regresar al texto una vez más, con la esperanza de que esta vez quizás alcancemos nuestro propósito. Por suerte para la literatura, por suerte para nosotros, eso nunca ocurre. Generaciones de lectores no consiguen agotar esos libros, y el mismo fracaso del lenguaje para comunicar plenamente les otorga una riqueza ilimitada que cada uno de nosotros descifra sólo hasta donde lo permite nuestra habilidad. Ningún lector ha llegado jamás alas máximas profundidades del Mahábharata o La orestíada.
FONT: Alberto Manguel, Una historia natural de la curiosidad. Madrid, Alianza, 2015, pàgs. 21-22.