Habitar un sueño, o la sensación producida por el rayo de luz que ilumina el papel. Emboscarse. El bosque no es lugar común, donde podamos reunirnos y deliberar. Es un lugar metapolítico, o antepolítico, porque ya existía antes que el ágora y la polis. Es lugar secreto, que hacemos nuestro, aunque nos miren. Del bosque no puede hacerse mercancía. Más bien, hay que provocar al mundo para que aparezca, como el físico hace con la materia para penetrar en sus misterios, o el filósofo con el lenguaje para ver luego más allá.
Hay que saber llamar al bosque, que es lugar inhóspito, pero también íntimo y acogedor. Encontramos bosques en los lugares más recónditos; en retretes, grandes vías y rutas comerciales; en el tránsito de las estaciones o la profundidad de la chimenea; en la amistad, la soledad y los sueños; o en los lugares más cercanos, bajo la primera colcha o sobre la zapatilla olvidada de las tardes de labor. Los bosques no conocen fronteras ni necesitan de nadie que los guarde. Están ahí, como la primera vez, pendientes de ser ocupados, o más bien de ser ellos los ocupantes.
En el bosque el reloj no da las horas, y si las diera a nadie importaría, como el orden de las olas para el navegante. ¿Qué importa cuál sea la primera y cuál la última? Si alguien en el bosque consulta el reloj es sólo para contemplar su ritmo, y ver que también éste se encuentra fuera de la historia, y de la medida, en tanto que las supone.
Emboscarse, como la noche de hoy con Sardinillas.