Por Luis Schiebeler
Alan rumbea incansable. Siente que la muñequera Fila le sienta más que espléndida aunque, advierte algunas miradas que, súbitamente, le hacen perder la nitidez de lo que venía craneando meticulosa mente. Prosigue y ahora piensa que la brea de las calles no son venas negras, ni coordenadas cienciológicas, ni las raíces prolongadas de árboles pedantes que abarcan toda la urbe, a la que nadie tiene reparos en sus breas. Quizá los pingüinos empetrolados saben más de brea que esos ruidosos pavimentadores, piensa, con algo de saña, pero al cabo se aburre y siente el asco de los media que fabrican esa fauna prensable a partir de las coincidencias físicas con funcionarios y políticos de turno, hasta que lo del pingüino también lo asocia con Greenpeace, y lo del pavimento con un fino disco de Malkmus y es ahí donde se le empiezan a engrumar los líquidos que suben y bajan de su nuca, hasta que, con un dedo la masajea en círculos recobrando así cierta sensatez aunque al cabo, advierte un autodesprendimiento fatal. Como es de costumbre, olvidó algo que venía de yapa con el Deseo, con ese envión que lo tiró del colectivo para arrojarse a una brisa inmensa del verano porteño. Todo se había pirado y resolvió:(…) qué fácil que es entrar en recuerdos, soplar y hacer pucheros macrobióticos.
A Giselle y Alfredo los separan las dos líneas de la calle. Gustavo y Alan también están distanciados por ellas. Viene un Rastrojero, atrás una cupe Taunus y paran el partido. El endereza su muñequera y descansa en posición de rango mientras imagina una caravana de autos por la ruta 3, con redes que atraviesan sus trompas y con capas de polvo de ladrillo en los parabrisas. Su hermana, mas concentrada, escarba el encordado de una Prince Internacional y frunce el seño como Gaby en la final con Stefi Graff.
Ellos también son hermanos pero no tienen buenas raquetas; tienen los relojes jueguitos más zarpados del barrio: el Space Warrior y el Soccer, ambos Casio por antonomasia. Sigue el partido. Gustavo y Alfredo siguen robando. Se nota porque no paran de ruborizarse. El primero no flasheaba la de Lendl como el segundo, éste estaba más bien predestinado a ser gordito, con barba candado y mucha pasta mixta para ser taxista parlanchín o acaso periodista deportivo. Del otro lado Giselle avizora el ocaso de la ídola queer, mientras Alan insiste en divisar a los que reponen la red, aunque no alcancen las pelotas enzanjadas.
Nuestro Lawn Tenis quedaba en Matheu y Ombú. Allí, donde el vaho de la calle olía a madre, a fábrica y crema de merengadas, la red, era de brea. La misma que ahora lo escolta mientras baja por Campichuelo. La culpable de esa regresión, cándida y no menos oportuna para destilar algún que otro axioma pelotudo que atenúe ecuaciones hipocondríacas. Al cabo advierte sin sobresaltos que por allí, las parrillas de los autos no llevan redes de tenis; sólo transportan libélulas cualunques que no le proveen ningún intersticio, ni surco para seguir derramando algo más de retrovoyerismo como el que venía curtiendo, y deduce que, el placer, es decir, ese goce, por suerte fugaz, y no por ello, carente de simplismo o facilismo que nos suministra la nostalgia, resulta no solo insoslayable, sino además saludable e inexorable para menguar al menos un poco, la ansiedad en los adictos del flamante y misterioso devenir de los micropueblos. Es decir que, curtir una puntita de melancholy evocativa es un acto de salubridad para aquellos que se exasperan de los rebaños hipnotizados, que se crispan por la recalcitrante humanidad arrebañada, autosulfatada y que, en rigor, se joda por pelotuda, u opte por advertir autodeslindes de una vez por todas, o bien que se entreguen a sugerir pormenores ridículos para eliminar la uniformidad de las camisas gastronómicas y de las heterotopías que linkean a las escopetas con los perros en celos.
En fin, Alan terminó embreagado en el cordón de la calle Campichuelo que siempre permanece desatado, porque dicen que ahí vive y, fuera de joda, la virgen desatanudos, quien al toparse con él, se entregó fulltime a la cansina promiscuidad.
Por otra parte, algunos de sus vecinos, que se armaron sus casas en las misteriosas fosas de los abandonados talleres mecánicos de Caballito, confiesan, no sin asombro, que el desdichado, fue devorado por un gigante muñeco de brea solidificada, de cuyo ano descendían enanos de jardín empetrolados que disparaban bolas de brea hirviendo contra el resto de los curiosos vecinos de ese barrio que reunían antecedentes para nada inocentes durante la última dictadura. Pero no, seamos serios. Lo más probable es que esto último del monstruo haya brotado de las copadas zanjas que se le forman a Alan, sobre todo, cuando lee a César Aira, a quien admira, naturalmente, hasta el plagio.
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