Los inmigrantes africanos que asaltan con tácticas militares las fronteras españolas en Ceuta y Melilla hacen recordar, por contraste, cómo era la emigración de los españoles a América hasta casi los años 1960, y a partir de entonces, durante tres lustros, hacia Europa.
Porque ambas conductas deben compararse: unas personas entraban ordenadamente, invitadas a trabajar en un país extranjero; otras lo hacen coercitivamente, usando la violencia contra las fuerzas del orden, garantes del equilibrio social del país.
Para ser aceptados en las naciones americanas de destino, como Argentina, Uruguay, Brasil o Venezuela, los españoles, también enormemente pobres, debían tener contrato de trabajo o reclamación familiar avalados por el consulado español y por las autoridades de la localidad de destino, aprobados además por el Ministerio de Exteriores.
Tenían que solicitar de la Dirección General de Prisiones un certificado de penales limpio, que requería el visto bueno de la Guardia Civil o de la Policía: durante el franquismo, numerosos aspirantes no podían salir por causas políticas o mínimas tachas.
Tras otros trámites se agotaban los últimos ahorros familiares para conseguir el billete. Luego, en la llegada, esperaban los barracones donde ejércitos de médicos reconocían al emigrante y lo devolvían por cualquier enfermedad nimia, no grave o contagiosa.
Los emigrantes españoles del pasado apoyan ahora que se mantengan las mismas demandas a los nuevos inmigrantes, especialmente en Europa, para que el país receptor no reciba delincuentes y enfermos que arruinarían su sanidad pública.
Quienes asaltan una casa y le pegan a los vecinos no merecen simpatía ni solidaridad de los propietarios. Quienes desde un continente con un enorme porcentaje de población con sida entran en España violentamente, enfrentándose a la policía con planificación y tácticas militares, tienen capacidad para erosionar gravemente las normas de convivencia y de mantenimiento de la sanidad.