Revista Cultura y Ocio
De haber tenido hoy clase, y si esa clase hubiese sido, como hace ya unos cursos, sobre la novela del siglo XIX, habría preguntado en el aula, como otras veces: «¿Por qué llueve al comienzo de La madre Naturaleza?» Habría vuelto a llamar la atención sobre la grandeza de la escritura de Emilia Pardo Bazán, de cuya muerte se cumplen cien años, aunque en más de una edición académica de las que andan por casa se da la fecha del día 2 de mayo. También habría repetido —lo he hecho muchas veces— que es tan grande la estatura literaria de la autora de Los pazos de Ulloa y de La cuestión palpitante que cualquier especialista en su literatura que intente explicar su obra quedará muy superado por su sabiduría, su conocimiento de la materia. Aunque La madre Naturaleza se publicó con el aviso de «2ª parte de Los pazos de Ulloa», las dos novelas se han venido editando independientemente, e incluso se han programado en diferentes cursos como lecturas exentas. O bien unos cursos inferiores leen La madre Naturaleza, o bien otros, más avanzados, leen Los pazos de Ulloa. Es lícito. Pero, como me parece que La madre Naturaleza, que, propiamente, no es «continuación» de la novela anterior pero ilumina y aclara su lectura, propuse hace tiempo que se leyesen juntas. Y la experiencia creo que fue provechosa. Aunque solo sea por volver al goce de comentar en clase fragmentos brillantes de la prosa de la gran autora, recordaré cómo ella monta con palabras una cámara que filma una panorámica narrada ya desde el interior de la escena: «Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver—desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos— cómo vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces, sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad». Ojalá supiese presentar convenientemente lo que hace recomendable esta lectura en este centenario. Dijo Isabel Burdiel en una conferencia-presentación —que comparto— de su biografía Emilia Pardo Bazán (Madrid, Taurus, 2019) que la mejor obra de la escritora gallega fue su propia vida. Sin duda, está llena de contrarios, moderna y antimoderna, tradicionalista y radical, conservadora y progresista, y llena de hallazgos, y de hechos; pero sus textos son los que perviven y esos, sin vivencias ni datos explícitos, sí que están plagados de vidas.