Revista Filosofía
Hay emociones iniciales que ya no terminan de pasar nunca. Retienen, más bien, a quien las vive en un perpetuo vano intento de volver a ellas, volviendo una y otra vez sobre ellas, como quien gravita en torno a un centro sabedor que nunca lo alcanzará. Funcionan como faros en medio de la oscuridad o relojes en medio de planicies, siempre haciendo volver a las vidas sobre sí, ya incansables y hacedoras de infinitos. Infinitas hubieran sido las conquistas de Don Juan, y las victorias de Ulises, y las obras de quien pintara el sol del membrillo o esculpiera bloques de hielo en castillos olvidados. Son los sabios del encuentro y del instante, y por ello mismo su historia nunca será biográfica, pues la gravidez de lo-que-ya-no-será no admite grafía, ni medición alguna. Son prisioneros que vuelven sobre su prisión, pero ya para siempre liberados del desánimo y de la charlatanería. Espíritus que una vez amaron, y triunfaron, y crearon, y vivieron, hasta no poder desprenderse de aquello que, aunque solo por una vez, los hizo poderosos. Pero lo que lo fascina y lo retiene es el primer instante, el milagroso primer instante cuyos encantos aniquilan toda voluntad consciente, es decir, el instante que no se puede medir, que precede a toda seducción y a toda historia y que la memoria conserva a su pesar (Las pequeñas alegrías, Marc Augé)