Cuando te roban el coche —que aún no has terminado de pagar al banco— piensas que los marginados, los desheredados, los que viven al margen del sistema, deberían pagar por sus delitos o por su falta de liquidez social; yo soy muy solidario hasta que me roban la cartera: cuando me roban me vuelvo racista, intransigente, autoritario, poco dado al perdón y al análisis sosegado. Desde la comodidad del espectador todo parece posible, cuando te toca salir a escena las cosas cambian, el mundo se vuelve un lugar hostil, el espectáculo que antes parecía fabuloso, languidece. Este planteamiento es capital para comprender aquello que nos lleva a posicionarnos con respecto a los otros. En política, la idea debería ir siempre refrendada por una especie de confirmación mediante hechos: perdone primero al asesino de su hijo para votar a favor de una legislación que suavice las penas de cárcel y apueste por la reinserción social.
Cuando nos manchamos con la dura extravagancia de los hechos, las ideas pierden fuelle. No ignoro que en el planteamiento anterior hay una pequeña trampa: la legislación no tiene nada que ver con el perdón. Yo puedo no perdonar jamás al asesino de mi hijo, y sin embargo, creer que las cárceles deben cumplir una función social (no solo expiatoria). La legislación es una cuestión común, el perdón una cuestión íntima. Aquí es a donde quería llegar; equivocamos la experiencia propia cuando se trata de la experiencia colectiva. No se trata del asesino de tu hijo, se trata de todos los asesinos que antes mataron a los hijos de otros hombres.
Parece mucho más sencillo ponerse en el lugar de la víctima y asimilar el horror de sufrir una agresión que comprender los mecanismos que la produjeron; siempre empatizamos con la víctima pero nunca con el verdugo, siempre pensamos en el derrumbe que sufriríamos si alguien hiciera daño a nuestra familia pero, ¿y si fuera nuestra familia la que hiciera daño a alguien? ¿Cómo asumir, por ejemplo, que tu propio hijo sea un asesino?
Acostumbramos a decir, mi hijo no haría nunca una cosa así, cuando lo cierto es que no podemos garantizar de ninguna manera que nuestro hijo pierda el juicio y se lie a tiros a la salida del instituto. No estamos a salvo del azar de una bala pero tampoco del azar de apretar el gatillo. Ambos hechos se rigen por el mismo principio de incertidumbre, vivir consiste en gestionar la incertidumbre y asumir, de una vez por todas, que la primera variable de la incertidumbre soy yo. Yo corro el mismo peligro que aquel al que mataron ayer. Mi hijo también. Mi hijo puede ser víctima o verdugo. En la ecuación de la vida cualquier alteración en las variables provoca resultados drásticamente diferentes.
Elegimos siempre el rol de víctima porque el de verdugo resulta inasumible, también porque nuestra cultura ensalza al mártir por encima de cualquier otro arquetipo. Quizá deberíamos ponernos en el lugar del verdugo para atajar el problema de la víctima. Quizá dándole la vuelta a la ecuación obtengamos la respuesta definitiva.