Cuando surge la palabra violencia, en toda su extensión, afloran inmediatamente unas preguntas: ¿Dónde se gesta la violencia? ¿Empieza la violencia en los colegios? Una sociedad racional no debería admitir siquiera estas preguntas, menos en el entorno de un centro donde acuden nuestros hijos a aprender, un lugar del bien donde nosotros forjamos lo que somos hoy en día. Pero, por desgracia, la experiencia nos devuelve a lo que podríamos llamar la cruda realidad.
Os cuento. Tengo un niño pequeño que está en los primeros cursos en un centro de enseñanza. Es un niño tímido, educado, comprensivo; en una palabra: un cúmulo de valores sociales y personales que les inculcamos en casa, porque creemos en ellos, porque pensamos que es mejor vencer las adversidades con sabiduría que atropellándolas o pisando los derechos de otros. Sin embargo, desde hace un tiempo, algunos compañeros le hacen la vida imposible, destruyen sus dibujos, le desplazaban de los juegos, le quitan el sitio para sentarse ellos, le pegan; una situación intolerable para un ser humano, y más para un niño pequeño, lo cual provoca que todos los días vuelva a casa llorando amargamente, con su estado de ánimo destrozado, sin ganas de volver a clase, y lo que es peor, con su autoestima apabullado.Según entiendo, esta realidad tiene al menos tres consecuencias: una tristeza infinita al ver la indefensión de un niño pequeño ante la violencia de sus iguales. Por otro lado, genera un estado de inquietud cada vez más intenso, porque los padres de los maltratadores se ríen en las filas, indiferentes a si sus hijos pegan, escupen o gritan. Por último, provoca un enorme desconsuelo comprobar la connivencia de los profesores, imposibilitados o no a actuar, pero que parecen favorecer a los violentos.¿Cómo debemos actuar ante esta situación? ¿Debemos decirle a ese niño, al que hemos estado regañando para que fuera solidario, paciente, tolerante, a que ahora debe pegar como los demás, empujar, escupir como los demás? En este caso estaríamos alentándole a ser violento, algo imposible de predicar si no se cree que esta sociedad se alimente de la violencia. Yo no creo en ella, ni para mí ni para los demás. Por desgracia, en los casos de los niños matones, ni siquiera hablar con los padres arregla nada, porque se escudan en frases como: Yo defiendo a mi hijo con lo que sea, porque es mi hijo. Pero olvidan que los niños maltratados también son hijos de alguien.Entonces, ¿debemos seguir como ahora, y padecer todos los días la misma amargura?, ya que no hay otro camino, no hay otra forma de enfrentarse a una sociedad que no valora a las personas sino al estatus, al estar el primero a pesar de todo y de todos. ¿Dónde está el límite de la violencia? Muchas veces pareciera que ser solidario o tolerante no vale nada. Sin embargo, quiero creer que esa es una percepción errónea de la convivencia entre las personas, que siempre hay una luz al final del túnel… Es verdad que muchas veces la luz que vemos al final del túnel no es más que el foco del tren de la maldad que avanza hacia nosotros, hacia nuestros hijos, pero para esos somos los padres, y debemos ser quienes les alejemos de esas vías.imagen: morguefile.com Si te ha gustado este artículo, compártelo. Gracias.