por Josep Tàpies
La historia es muy popular. Nuestro protagonista se dirige hacia la casa de su vecino con la sana intención de pedirle un martillo prestado. Mientras sube las escaleras, empieza a imaginar cuál será su reacción ante la petición. “¿Pensará que soy un aprovechado? ¿Un tacaño, quizás? A lo mejor no quiere prestármelo y busca cualquier excusa…”. A cada nuevo peldaño, añade nuevos elementos negativos a la historia hasta que, al final, casi inconscientemente, en cuanto el vecino abre la puerta, en lugar de pedirle amablemente el martillo le suelta: “¿Sabe qué le digo? Que no necesito para nada su maldito martillo. Adiós”.
Cuando la imaginación y la proyección sustituyen a los hechos objetivos, la historia del martillo se hace realidad. Todos hemos protagonizado en alguna ocasión esta historia.
Seguro que alguna vez no habremos entendido un desplante, habremos considerado excesivo un reproche o juzgado tremendamente injusta una acusación. Jugaremos, en esta ocasión, el papel del vecino que, al abrir la puerta, escucha atónito de boca de su vecino que puede guardarse su martillo porque quien lo pide no lo necesita para nada.
Y al revés. También habremos protagonizado situaciones en las que éramos nosotros quienes reprochábamos o acusábamos ante la mirada atónita de nuestro interlocutor, que no acababa de entender las razones y motivos que sustentaban nuestra malhumorada protesta.
Estas situaciones tienen su base en la desconfianza de, al menos, uno de sus protagonistas. Al igual que le sucede a nuestro ficticio protagonista, son muchas las ocasiones en las que las personas tienden a imaginar intenciones y voluntades ajenas sin tener la valentía suficiente para preguntar abiertamente si lo que creemos es cierto o sólo tiene cabida en nuestra imaginación.
En la empresa familiar, se viven a diario escenas como la del martillo, agravadas por la emotividad propia de los lazos de sangre. Padres que esperan algo de los hijos, hijos que a su vez esperan algo de los padres, hermanos con un largo listado de reproches mutuos, celos, frustraciones… Hay una larga lista de elementos que puede llevarnos a la frase: “Quédese con su maldito martillo”.
La comunicación y la confianza son, habitualmente, herramientas más que suficientes para desactivar el efecto martillo. No hay que imaginar. Hay que preguntar, explicitar nuestro punto de vista, establecer con claridad cuáles son nuestras expectativas, expresarnos cuando algo nos ha ofendido o nos resulta molesto.
Si no se desarrolla esta capacidad de franco diálogo entre los miembros de la familia empresaria, los problemas tenderán a engrandecerse y a eternizarse hasta que, en el momento menos oportuno, se hagan visibles de un modo poco apropiado.
No hay duda de que si nuestro protagonista, lejos de fantasear sobre cuál iba a ser la reacción del vecino, se hubiese limitado a pedir educadamente la herramienta, hubiera obtenido mayor beneficio puesto que, a buen seguro, el dueño del martillo hubiese accedido a la petición.
Entre imaginar y hablar claro no hay ninguna duda sobre lo que resulta más conveniente y más beneficioso. En la naturaleza humana, está la desavenencia pero, por fortuna, también la capacidad para el fortalecimiento de las relaciones a través del diálogo y, en el caso de las familias, también de los sentimientos.