Qué buenos fueron aquellos tiempos… La economía alemana era fuerte, poderosa y autosuficiente. El estrecho vínculo entre las empresas, las aseguradoras y los bancos germanos hizo que un buen día se acuñara la expresión Deutschland AG para describir a Alemania como una economía ensimismada. Esa era llegó a su fin a principios del siglo XXI, cuando la compañía de telecomunicaciones británica Vodafone absorbió al consorcio alemán Mannesmann a un precio que hoy luce inimaginable: 372.000 millones de marcos alemanes. Fue a más tardar entonces cuando el empresariado local entendió que debía hacer algo, volverse más internacional, “ir de compras” en el extranjero.
Eso no siempre funcionó. Como muestra, el legendario fracaso de la fusión de los fabricantes de automóviles Daimler-Benz y Chrysler, una operación que había sido descrita como “un matrimonio hecho en el cielo”. Pero, desde entonces, las fusiones y las absorciones son parte integral de los negocios; en el verano de 2018, la empresa de productos farmacéuticos y agroquímicos Bayer cerró el trato del año al comprar a su rival estadounidense Monsanto por 66.000 millones de dólares. Poco parece importar que la compañía de Leverkusen deba ahora deshacerse de 12.000 trabajadores y enfrentar una avalancha de demandas judiciales en Estados Unidos. Lo relevante es el interés de muchos inversionistas extranjeros en los llamados “campeones secretos” de Alemania, es decir, las empresas alemanas pequeñas y medianas que son líderes mundiales con sus productos y hacen cosas que nadie más puede.
Y es que ellos necesitan mucho de lo que los alemanes han inventado. Desde China, muchos están hackeando los sistemas de las pymes alemanas para descubrir sus secretos operativos; pero eso no es muy fino de su parte (por cierto, los estadounidenses y los rusos están haciendo lo mismo). Otros están tomando dinero del Estado en abundancia y comprando participaciones en las firmas en cuestión. Eso no les gusta a muchos en Alemania porque siempre llega el momento en que los nuevos jefes hacen a un lado sus típicas reservas asiáticas y quieren llevar las riendas de todo. Así pasó con la empresa Kuka, especializada en la fabricación de robots, y con la compañía del sector automotriz Grammer.
Eso hace que se activen viejos reflejos que datan de la época de la invasión de los capitales golondrina. Esa fue la era en que ante todo los inversionistas estadounidenses exhibieron un gran interés en las empresas alemanas y después se retiraron dejando atrás sólo tierra quemada. Su estrategia consistió en desmembrar las compañías, vender los mejores departamentos y dejar al resto a su suerte, ahogándose en deudas. Franz Müntefering, otrora jefe del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), fue el primero en describir a esos inversionistas como langostas hambrientas.
Nadie habla sobre esos inversionistas hoy día. El más grande administrador de fortunas del mundo, Blackrock, tiene sus manos metidas en todas las compañías registradas en el índice de acciones Dax, es decir, en las treinta firmas más grandes de Alemania que cotizan en la Bolsa de valores de Fráncfort. Y a nadie le molesta ese hecho. Después de todo, es una muestra de aprecio cuando los profesionales sugieren que vale la pena invertir en ellas.
Pero a los chinos sí que no los queremos. La nueva versión del llamado Estatuto para la Economía Exterior fue concebida, sobre todo, contra ellos. ¿Por qué? Desde hace años, el empresariado alemán se queja –y con razón– sobre las dificultades con que se topa en el mercado chino. BMW es la única empresa alemana a la que se le permite hacer negocios en China sin tener a un socio chino como copiloto. Hasta ahora, la apertura de China prometida por el presidente Xi Jinping no se ha cumplido.
Claro, todo lo que representa “infraestructura crítica” –el abastecimiento eléctrico o las centrales de agua, por ejemplo– debe ser protegido. Pero eso significa que hay sectores que nunca debieron ser privatizados en primer lugar. Pero esa es agua derramada y no sirve de nada montar una cerca alrededor a posteriori. Uno tiene la impresión de que los alemanes descubren recién ahora lo que la tropa de Donald Trump en la Casa Blanca sabe desde hace mucho: que los chinos no son los buenos de la partida. Ellos quieren sacarnos del juego. Ellos desean convertirse en una superpotencia económica. De ahí viene el eslogan de Trump “¡Primero Estados Unidos!”. Llegará la hora de “¡Primero Alemania!”.
En la declaración con que cerró la cumbre más reciente del Grupo de los Veinte no se hace alusión a la necesidad de prescindir de medidas proteccionistas. Esa solía ser una frase ubicua en ese tipo de documentos; esta es la primera vez que no aparece. Ese es un gesto de honestidad, considerando que nadie cumplió esa premisa. Y habría sido muy tonto de parte de los alemanes firmar una renuncia al proteccionismo para practicar el proteccionismo poco después.
Eberhard Veit, otrora jefe de un antiguo “campeón secreto”, dijo alguna vez: “Debemos al menos ser tan buenos como caros”. Ese es el secreto del éxito de la economía alemana. Ésta necesita a los mercados internacionales y necesita también socios internacionales. Esto deberíamos interiorizarlo y recordarlo cuando un inversionista toque a nuestra puerta, venga de donde venga.