Llegué a Barcelona en el año 2000 arrastrada por el amor y la literatura comparada. Aquel amor no duró mucho, pero sirvió de trampolín.Terminé la carrera, estudié un máster en edición y poco después encontré trabajo. No hay que olvidar que Barcelona sigue siendo la capital del sector editorial en castellano, sobre todo literario, con sus correspondientes colaboradores pululando alrededor. Cristina Peri Rossi decía que Barcelona estaba llena de colaboradores latinoamericanos cuando llegó. Y aquí seguimos. Porque Barcelona tiene aquello de que te vas quedando. Nadie piensa: a partir de ahora voy a vivir en Barcelona, pero al final lo estás haciendo y ya han pasado veinte años.
Hace poco leí por ahí que Barcelona está considerada la tercera ciudad más linda del mundo. También una de las más sostenibles y respetuosas con el medio ambiente. Claro que con tanta publicidad, Barcelona se está poniendo cada vez más cara. Gentrificación y pisos compartidos. Mucho airbnb que nos va desplazando a la periferia. Estas cosas nos preocupan a los que gastamos precariedad, pero nadie va a negar que Barcelona es una ciudad bonita, donde siempre importó mucho el diseño. Una ciudad muy atenta a la fachada. Una ciudad con mar, donde se puede sobrevivir en verano y pasear al sol en invierno.
Pero es fácil imaginar un mapa de Barcelona donde se van superponiendo capas de tiempo. Toda ciudad acumula recuerdos y experiencias personales. Uno podría retroceder en el tiempo, y ese movimiento estaría dibujando un mapa narrativo personal.
Mi mapa empieza en una ciudad que era la de la nueva rambla del Raval. Recuerdo el aspecto de esa zona recién derruida y multicultural. Había gente que decía que aquello no parecía Barcelona, pero para mí Barcelona era precisamente eso. Gente de todos lados, gente de paso, olores exóticos, idiomas que no entendía, túnicas y turbantes, latas de cerveza en la calle. Recuerdo que visitaba a menudo la biblioteca Sant Pau y me iba a leer y tomar cafés en unos barecitos de la calle dels Àngels, la calle que termina en el MACBA. Recuerdo el olor a podrido del Raval, los ladrones corriendo, los turistas detrás. Recuerdo ir andando por la ronda Sant Antoni hasta la universidad con una carpeta bajo el brazo, y que un día un borracho me dijo que si no estaba grandecita ya para estudiar. Recuerdo que por todos lados colgaban carteles que decían Barcelona, posa’t guapa.
Por entonces vivía frente al Apolo, lo que significaba que cada fin de semana la gente montaba el botellón bajo mi ventana. Para colmo, la acera de los botellones quedaba muy cerca de mi ventana porque vivía en un entresuelo. Menos mal que al poco me mudé al barrio del Clot y por fin conseguí dormir del tirón. El Clot era un barrio muy barrio, con señoras con carro de la compra y tiendecitas de toda la vida, aunque ahora va virando hacia el rollo hípster que se trae el Poblenou. Ana Basualdo me contó que el Clot tiene un pasado anarquista. Me habló de la réplica de la escultura Las pajaritas de Ramón Acín, fusilado en la Guerra Civil, que los vecinos del Clot inauguraron en la calle Aragón en los años noventa. Para Acín, aquellas pajaritas reflejaban el espíritu pacifista, naturalista y libertario. También me contó que Buenaventura Durruti, líder anarquista, se reunía a menudo en el bar La Coctelera que queda en la esquina de mi casa, en Rogent y Meridiana.
Hace unos quince años que vivo en el Clot y las cosas por acá también fueron cambiando. Recuerdo que frente a la galería de mi casa, donde ahora se eleva un edificio que tiene una piscina en la azotea y que vende pisos desde cuatrocientos mil euros, hace cosa de tres años había una vieja nave industrial donde al atardecer daban clases de danza. Yo veía a los bailarines desde mi casa. Menos mal que mientras derruían la nave de la danza se estaba inaugurando una sucursal de la librería Nollegiu. Ahora veo el mastodonte blanco y nuevo, ese tipo de edificios que hace que todos los pisos hayan subido de precio, pero saber que hay una librería en el barrio consuela. Otra cosa que consuela es una plaza rarísima que queda muy cerca del parque del Clot. La plaza tiene una escultura hecha con un montón de bicicletas que asoma por encima de un muro. Siempre me pregunté qué hay detrás de ese muro, si las bicicletas siguen tejiéndose del otro lado hasta tocar el suelo.
Claro que hay muchas Barcelonas. La mía está hecha de amistades con gente de fuera, escritores de distintas partes, colegas del mundillo editorial y muchos músicos de jazz. Mi gente más cercana es casi toda de fuera y a la mayoría le pasa aquello de que te vas quedando. Cuando eres de fuera armas familias sustitutas, pasas las Navidades con ellos y echas muchos domingos de sobremesa. Mis amigos viven en Arco de Triunfo, en Sant Antoni, en Gracia, en Sants, en Guinardó, en Hospitalet, en Sagrera. Pero cuando voy, por ejemplo, a una reunión de La Maleta de Portbou en el estudio de Josep Ramoneda, me doy cuenta de que parece otra ciudad. Está en una zona muy linda de Barcelona a la no voy casi nunca, por la Bonanova. Cuando salgo de los ferrocarriles pienso que existen muchas Barcelonas. Barcelonas que acumulan tiempo, cierto, pero también Barcelonas paralelas. Esa zona es muy poblada, repleta de edificios altos con terrazas coquetas. Todo es más denso que donde vivo yo, aunque también mucho más limpio y ajardinado. Entonces me doy cuenta de que en cada ciudad hay muchas ciudades, que el mapa no solo superpone tiempo, sino mundos paralelos. Porque aunque compartamos aeropuerto, vivimos en mundos paralelos. Solo basta con acercarse a ciertas naves del Poblenou ocupadas por chatarreros para entender perfectamente lo que quiero decir.