Revista Expatriados
Alguna vez había sentido esa rara sensación, y esa noche se volvió a repetir. No quería estar en ningún otro lugar, en ningún otro momento. No quería que el reloj fuera más rápido, ni me deje seducir por la prisa. Solo quería disfrutar de aquella noche cerrada en medio del río Donsol…
No solo el majestuoso tiburón ballena es vecino de Donsol. Un complejo ecosistema donde el más pequeño de los animales juega un papel fundamental para atraer y hacer sentir como en casa al más graden de los peces.
Yo había acordado con la pareja de jóvenes noruegos el vernos esa misma tarde para irnos de excursión. El bucear con las ballenas no me había parecido suficiente, así que alquilamos dos triciclos y nos plantamos en la orilla del Rio Dósol, justo en mitad de la selva, justo en el comienzo de la noche. Sé que es una tontería, pero siempre me gustó la película de “la momia” (en especial la segunda parte), porque el héroe corría sus aventuras junto con su mujer y su hijo. Por eso fue tan especial que Diego nos acompañara.
Alquilamos una barca, bajamos las empinadas y resbaladizas escaleras donde estaba atracada y nos unimos a nuestra guía. Todavía se podía ver, el sol no terminaba de apagarse, pero ya se sentía la noche, con sus ruidos y la promesa de regalarnos un espectáculo único.
Nos fuimos adentrando en la profundidad de la selva, guiados por unas aguas que mansamente se fundían con el rojo atardecer, preludio de que la noche volvería a ganar la batalla. Y por fin se hizo la oscuridad. Es difícil describir cómo puedes estar perdido en miedo una agreste selva y a la vez sentirte como en casa. Pero lo mejor estaba aún por llegar. Al amparo de la noche, protegidas y cómplices de un cuarto de luna que renunció a una absurda competencia, cientos de miles, quizás millones de diminutas luciérnagas iluminaron los arboles como en una prematura Navidad. Sublime espectáculo, precioso, inolvidable. Las diminutas criaturas se iluminaban en un baile orquestado, en distinta frecuencia, según fueran machos o hembras. En frente de nuestras atentas miradas entablaron su discurso en el más bello de los lenguajes. Nosotros, convidados de piedra, procurábamos escatimar en parpadeos para no perder ni una sola de aquella silabas de luz. Hasta Diego pareció entender la necesidad de cuidar con el silencio aquel momento mágico. Realmente estábamos en el medio del reino de avatar. Donde que quieras que miraras los arboles se encendían y apagaban en un intenso y brillante color verde. Se creaban olas de luz que se reflejaban en las aguas del rio. Lástima que fuera prácticamente imposible de fotografiar. Pero todas aquella imagines se han quedado muy grabadas, para siempre.
Pero nada es eterno, y después de de una hora disfrutando de este regalo de Selva de Donsol, regresamos a tierra firme, con permiso de los frecuentes terremotos. El regreso al hotel fue más accidentado. Solo fuimos capaces de encontrar uno de esos famosos triciclos. Así uno para todos… En total en aquella moto con ese intento de sidecar íbamos la pareja de noruegos, el conductor, el amigo del conductor, Maria, Diego y yo. Y con esas pintas de aventureros de medio pelo venidos nos adentramos en lo que pretendía ser un camino que nos llevaría de vuelta a nuestro hotel.
Y aquí acaba nuestro viaje al Donsol, hogar del tiburón ballena y de las luciérnagas. A las 5 de la mañana vino el taxi a recogernos. De camino a Legazpi, y gracias a que la mañana se levanto despejada puede contemplar el Volcán Mayon, al que llaman el cono perfecto. Este volcán entrón en erupción recientemente, y todavía se puede apreciar el humo escapando de la entrañas de este impresionante volcán.
Mario Jiménez