Nacimos sin ser conscientes de estar vivos, sin saber que éramos nosotros, pero si nos paramos ahora a pensarlo o recordarlo, algo dentro de nosotros grita conscientemente ¡era yo! ¡Soy yo! Toda una vida nos esperaba por delante. Íbamos de unos brazos a otros. Nos cuidaban día y noche, nos vestían como podían y nos daban de comer lo que les dejáramos darnos. Así un mes tras otro hasta los dos primeros años de vida e incluso más. Y poco a poco íbamos integrando que aquella pequeña criatura éramos nosotros. La conciencia cogía cada vez más peso en nuestra mente y en nuestros recuerdos, pero igualmente había cosas que quedaban en el olvido sólo rescatadas cuando te juntabas con personas cercanas a tales experiencias. ¡Y qué gusto poder recordar lo que pasó, reconocer la propia historia y reconstruir vivencias!
Pero hay veces que no se rescatan y queda una pena interior porque no se puede atesorar la propia vida letra por letra, palabra por palabra, párrafo por párrafo, página por página en cada uno de sus capítulos. Es ahí cuando lamentamos no habernos tomado en serio escribir cada día en nuestro diario que una vez comenzamos por una breve ilusión de releernos diez años más tarde. O, también, nos nace culpar internamente a nuestros seres queridos porque apenas sacaron suficientes instantáneas de cada momento histórico de nuestra existencia. O no grabaron más de aquellos primeros años de vida de los que no íbamos a recordar nada muchos meses más tarde. Y cómo no dolernos por no haber sufrido el síndrome de Diógenes para guardar todos los dibujos, trofeos, redacciones personales o cualquier cosa que se contaba como un tesoro por aquel entonces y así poder disfrutarlos hoy en una tarde fría de otoño.
Hay otro tipo de olvidos en nuestra historia personal y son las famosas pérdidas de memoria por haber sufrido cuando éramos unos niños y no queremos recordarlo más. Estos recuerdos ya son de otro calado y vuelven a nuestra memoria en una situación concreta en forma de emoción o malestar sin ser muy conscientes de ello. Es curioso cómo sucede todo: no nos damos cuenta, pero hay una parte en nosotros que conecta. Quizás años más tarde, aun el dolor que pudiéramos sufrir, puede surgir en nosotros la necesidad de volver ahí y abrazar nuestra historia por primera vez. Suena fuerte ese por primera vez. Sí, nace en nosotros el anhelo de restaurar el daño y poder mirar atrás con una sonrisa dibujada en la cara o, al menos, reconocer el haber vivido todo lo que se ha vivido. Pero, hay algo mucho más profundo y además testimonial: hoy somos quienes somos por eso mismo.
Uno de los súper poderes que algunos querríamos tener es poder viajar al pasado a todas aquellas lagunas de memoria que hemos ido acumulando con los años.... y pasear por el colegio que nos vio crecer, recorrer todas las estancias de nuestra primera casa, correr de aquí para allá dentro y fuera del chalet que solíamos disfrutar en verano, despedirnos de nuestros abuelos, prestar atención a las múltiples conversaciones que mantuvimos con amigos, hermanos, familiares y en solitario. Disfrutar de ser conscientes de la propia existencia: nuestros pensamientos, nuestras emociones y todas nuestras vivencias. Hay en nosotros el anhelo de conocer la propia historia desde el primer capítulo hasta el actual, con todo detalle, sin saltarnos ningún episodio doloroso. Y poder reconocernos en ella, sin miedo, con esperanza, agradecidos y fortalecidos.
Quizás os preguntéis el para qué de toda esta conciencia ya que para algunos puede convertirse en un cargar con mucho peso de golpe y para otros puede ser sanador aliviar esa carga. Conocerse, lo hemos leído y escuchado tantas veces, es jugar con ventaja en esta vida para evitarnos sufrimientos inútiles y caminar en libertad siendo nosotros mismos. Lo vemos en tantas biografías escritas: todas expresando y reproduciendo tantos recuerdos, situaciones y vivencias personales que parece que un nudo en cada una de ellas se ha desatado y respiran aliviadas. Pero ahí no acaba todo, al leerlas o escucharlas, algo en nosotros también cambia y, quizás, nos hayan ayudado a estar en paz con nuestro pasado, en definitiva, con nuestra propia vida. Esto es un efecto dominó: nuestra vida también puede arrojar luz a la vida de otra persona. La de ésta a otra y así hasta alcanzar el mundo entero con tanta necesidad de paz.