Revista Cultura y Ocio

En camino hacia la Pascua con Edith Stein

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

En camino hacia la Pascua con Edith SteinEl miércoles 5 de abril, en el marco de las conferencias cuaresmales organizadas por los carmelitas descalzos de la Parroquia Ntra. Sra. del Carmen de Valencia, la Hna. Paqui Sellés, del Carmelo de Puçol, pronunció esta charla que ahora ofrecemos. En ella, lleva a cabo una relectura del mensaje de Cuaresma del Papa Francisco para este año, desde la  palabra interpelante de Edith Stein. Este 2017 se cumplirán, precisamente, 75 años de su muerte en el campo de exterminio de Auschwitz.

En camino hacia la Pascua con Edith Stein

Paqui Sellés, ocd  Puçol

Vamos a dejarnos acompañar en este itinerario cuaresmal hacia la Pascua, que estamos concluyendo, por una de nuestras hermanas carmelitas, quizá no tan conocida como otras, pero considero puede sernos luz y guía para nuestra reflexión. Me estoy refiriendo a Santa Teresa Benedicta de la Cruz, más conocida como Edith Stein (y así la voy a citar a partir de ahora).

Tomo como hilo conductor de esta charla el Mensaje del Papa Francisco para esta Cuaresma, que a lo largo de estas semanas hemos ido meditando. Como bien sabéis, el Papa destaca que, tanto la Palabra de Dios, como todo hermano, constituyen un don para cada uno de nosotros. Vamos a intentar descubrir en Edith, a través de su vida y escritos, destellos del mensaje propuesto para esta Cuaresma.

Para que nos familiaricemos con ella, doy unas breves pinceladas de su vida, de manera muy resumida y abreviada.

Nació el 12 de octubre de 1891 en el seno de una familia judía en Breslau (actual Polonia), donde su madre, mujer fuerte y de fe profunda, educó a sus hijos en un clima de respeto y libertad responsable. La fe de Edith se irá debilitando a medida que quiera hacer suyas las creencias recibidas; al no encontrar respuesta a sus interrogantes, las abandonará en su adolescencia.

Poseía una inteligencia extraordinaria, por lo que fue una alumna brillante en todos sus estudios. Movida por un impulso interior de búsqueda del sentido de la vida, estudió entre otras materias, psicología, que le defraudó, al no responder a sus anhelos más profundos. Se siente atraída por la historia, filosofía y germanística, que estudió durante los años universitarios en Breslau, su ciudad natal.

En su proceso de búsqueda se encuentra con la obra Investigaciones lógicas, de quien será su maestro y admirado filósofo, Edmund Husserl, padre de la fenomenología, ciencia que abrirá nuevas perspectivas al conocimiento de la esencia de las cosas. En la universidad de Gotinga se dedicará a la profundización de esta materia, junto a otros filósofos como Max Scheler, Adolf Reinach, Jean Haring, Alexander Koyré, Roman Ingarden, el matrimonio Conrad-Martius, que serán a la vez, grandes amigos suyos.

Cuando estalla la I Guerra Mundial, decide prepararse como enfermera y se ofrece al servicio de la Cruz Roja, pues está convencida de que su vida ya no le pertenece, constituye una entrega al “gran acontecimiento”. Se encuentra con el misterio del dolor y de la muerte de una manera sumamente real, que le llevará a asumir como propios los sufrimientos de los hombres.

Sigue estudiando y preparando la tesis doctoral, en la que recibirá la máxima distinción, “summa cum laude”, con el tema: Sobre la empatía. Intenta acceder a una cátedra universitaria, pero se le niega por ser mujer.

Dos hechos la conmoverán profundamente y serán determinantes para dar el paso a la fe en Cristo: la actitud de serenidad frente a la muerte que apreció en la esposa de Adolf Reinach, caído en combate; y la lectura de la Vida de Santa Teresa de Jesús, que, según ella misma refiere: “puso fin a mi larga búsqueda de la verdadera fe”.

A partir de entonces, prosigue su particular itinerario de profundización en la fe católica, camino de abandono progresivo y confiado en las manos de quien se le ha revelado como la Verdad y fuente de toda sabiduría. Su deseo de entrega total al Señor en el Carmelo se verá precedido por unos años intensos, en que desarrollará su tarea como profesora de alemán y literatura en las dominicas de Espira, conferenciante en instituciones pedagógicas y filosóficas, estudiosa y traductora de autores como Sto. Tomás de Aquino o el cardenal Newman, profesora en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster. El ambiente de fuerte antisemitismo que se respiraba por aquellos años (1933), la forzará al abandono de la enseñanza.

Parecía llegado el tiempo ansiado de iniciar la vida en el Carmelo y tras un doloroso encuentro con su madre, quien no había aceptado su paso al catolicismo, ingresa el 14 de octubre de 1933 en el Carmelo de Colonia, donde permaneció hasta el 31 de diciembre de 1938, fecha en que se traslada al Carmelo de Echt (Holanda), por la asfixiante persecución contra los judíos y católicos de Alemania.

Asumió la “ciencia de la cruz” hasta sus últimas consecuencias; entró en la “Vida” el 9 de agosto de 1942 en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau (este año conmemoraremos el 75 aniversario).

Paso ahora a señalar los temas que el Papa ha sugerido en su Mensaje para esta Cuaresma, de la que llevamos cuatro semanas recorridas, y que, como propuesta de meditación, ofrezco, apoyada en el testimonio de Edith Stein.

1.- La Cuaresma, un itinerario de conversión

La Cuaresma es un nuevo comienzo, es un camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección. El Papa nos invita a caminar, a no detenernos, a seguir adelante siempre en busca de Dios, de los hermanos.

En este sentido, Edith la podríamos definir y así se la conoce, como buscadora de la Verdad con mayúscula. Desde muy temprana edad, percibió una fuerte necesidad de encontrar aquello que realmente diera sentido a su vida y a la de todo ser humano. En Edith, vemos un itinerario marcado por la sinceridad de planteamientos, la honestidad intelectual, una capacidad de introspección y análisis de la persona impresionantes, una apertura vital, imprescindible y necesaria para dejarse conmover y afectar por las personas y los acontecimientos. En este camino, el estudio de la fenomenología le fue modelando para encarnar una capacidad de acogida inmensa. Como ella misma confiesa en su Autobiografía: “No en vano nos habían inculcado que debíamos tener todas las cosas ante los ojos sin prejuicios y despojarnos de toda ‘anteojera’. Las limitaciones de los prejuicios racionalistas en los que me había educado, sin saberlo, cayeron, y el mundo de la fe apareció súbitamente ante mí. Personas con las que trataba diariamente y a las que admiraba, vivían en él. Tenían que ser, por lo menos, dignos de ser considerados en serio. Por el momento no pasé a una dedicación sistemática sobre las cuestiones de la fe; estaba demasiado saturada de otras cosas para hacerlo. Me conformé con recoger sin resistencia las incitaciones de mi entorno y –casi sin notarlo–, fui transformada poco a poco”. (Autobiografía. Vida de una familia judía).

No me voy a detener en un análisis de este texto pero solamente apuntar alguna idea que sugiere Edith y sobre la que podemos reflexionar: el tema de los prejuicios hacia los demás, el tema de la acogida cordial de los que piensan de manera diferente. Sería muy buen ejercicio plantearnos si somos capaces de adoptar semejante actitud de libertad interior, ante aquellas personas que caminan junto a nosotros y tienen planteamientos o formas de vida distintas a la nuestra. ¿Cómo las tratamos? ¿Las etiquetamos sin más o al menos, las respetamos, aunque no compartamos sus criterios?

Sigue diciendo el Papa en su Mensaje que este camino que iniciamos en Cuaresma constituye una fuerte llamada a la conversión, a volver a Dios de todo corazón, a no contentarse con una vida mediocre, a crecer en amistad con Dios. Particularmente luminosas resultan estas palabras de Edith al respecto: “Dios quiere dejarse encontrar por quienes le buscan. Por principio, quiere que se le busque (…). Creer es ya un encontrar y corresponde a un dejarse-encontrar; no solo en el sentido de que Dios nos dice algo sobre sí a través de su Palabra, sino que Él mismo se deja encontrar mediante ella.” (Caminos del conocimiento de Dios).

En este camino al que somos todos invitados, nadie queda excluido. Y la Cuaresma es un tiempo propicio para reiniciar el camino de búsqueda, para vivir dejándonos mirar e iluminar por Dios.

El primer encuentro con Dios de Edith fue en la religión judía, que su madre inculcó a todos sus hijos, y que, como ya he apuntado, abandonó en plena adolescencia. Era un Dios al que se le daba culto, pero con quien no se podía establecer un diálogo y una relación como con el Dios que se le reveló en Jesús. Interesante resulta este apunte que ella misma dejó escrito: “Cuando más tarde, en Gotinga, comencé con mis preocupaciones religiosas, le pregunté (se trata de Eduard Metis, compañero de Edith, judío observante de la ley) en una ocasión, por carta, cuál era su idea de Dios, si creía en un Dios personal. Él me contestó escuetamente: Dios es espíritu, más no se podía decir. Y esto fue para mí como haber recibido una piedra en lugar de pan.”

Edith sigue su proceso de búsqueda, centrada en el campo intelectual, con los estudios universitarios en su localidad natal, que compaginará con una intensa actividad en grupos y movimientos juveniles, pedagógicos, que potenciaban la formación de la persona. La pertenencia a estos grupos Edith la vivía con un espíritu de colaboración, de apertura, de entrega y a la par, de aprendizaje, valores que nos pueden ayudar a reflexionar e interpelar sobre nuestra personal disposición en los diferentes ambientes donde vivimos nuestro día a día.

Aporto un texto de la Autobiografía que considero ilustra muy bien este sentido de responsabilidad que poseía Edith: “Me indignaba por la indiferencia con que la mayoría de mis compañeros reaccionaban ante las cuestiones comunitarias: parte de ellos no hacían otra cosa en los primeros semestres que ir tras la diversión; a otros solo les preocupaba lo que necesitaban para pasar el examen y más tarde asegurarse el pesebre. Desde este sentimiento de responsabilidad social me puse decididamente a favor del derecho del voto femenino”.

Se implicó en política, imbuida como estaba de considerar que la participación en la vida de la comunidad, tiene que generar el bien para todos los que la forman. Poco más de un año fue suficiente para sufrir algún que otro desengaño, pues no se veía ni con “una conciencia robusta ni con una piel espesa”, elementos necesarios para navegar en ese complejo mundo de la política.

Ya en la Universidad de Gotinga, formó parte de la Sociedad Filosófica, en cuyas reuniones se debatían temas desde la perspectiva fenomenológica, con el fin de hacer luz y verdad en las mismas. Y ahí es donde entró en contacto con el mundo de la fe: “Yo había aprendido en Gotinga a tener respeto ante las preguntas de la fe y por las personas creyentes. Hasta iba con mis amigas alguna vez a una iglesia protestante; (la mezcla de religión y política que caracterizaba los sermones no me podía llevar al conocimiento de una fe pura y me repelía frecuentemente); pero todavía no había reencontrado el camino hacia Dios”.

Fue el encuentro con el misterio de la cruz encarnado en la viuda de Adolf Reinach, cuyo marido murió en la guerra, el que impulsó a Edith hacia el cristianismo: “tras larga reflexión, más y más me he decidido por un cristianismo positivo. Esto me ha dado fuerza para retomar otra vez, agradecida, la vida. Por tanto, puedo hablar, en el sentido más profundo, de un ‘renacimiento’.”

Su acercamiento al cristianismo no hizo sino lanzarla a un deseo de mayor entrega, de mayor servicio, en definitiva, ahondar en la fuente de agua viva con la que saciar su sed de verdad y de plenitud.

El Papa, en este sentido, nos invita a no contentarnos con una vida mediocre. La mediocridad de la que habla el Papa nos puede llevar a un desentendernos de los hermanos, a una permisividad que actúa de somnífero en nuestras relaciones. Edith buscaba siempre caminos nuevos que le permitiesen aspirar a una mayor comunión con los seres humanos, pensaba cómo podía servir mejor a la sociedad, se empleaba en formarse no solo para un enriquecimiento personal, sino para ser don para los demás; es una invitación que nos hace y que cada uno de nosotros hemos de descubrir en nuestro particular entorno: “A cada cual Dios lleva por su propio camino, y uno llega más fácil y más rápido a la meta que el otro. Lo que nosotros podemos hacer, en relación a lo que se nos da, es realmente poco. Pero debemos hacer ese poco. Ante todo: pedir insistentemente que vayamos por el camino recto y sigamos sin resistencia alguna el estímulo de la gracia, cuando lo notemos. Quien procede así y persevera pacientemente, ese tal no deberá decir que sus esfuerzos son inútiles. Únicamente, no se debe poner plazo alguno al Señor.”

Cuando Edith abraza la fe católica, su vida va adquiriendo un tono semejante al de todo aquel que se ha dejado tocar en lo más íntimo por el Amor de Dios, comprende que su vida, como dice S. Juan de la Cruz, “si no es para imitar la de Cristo, no es buena” (Carta a Ana de Jesús. 6 de julio de 1591) y desde esa entrega a Dios, vive toda su intensa actividad profesional y personal que culminará con su entrada en el Carmelo y posterior entrega en el campo de exterminio de Auschwitz.

2.- El otro es un don

El Papa nos propone fijar la mirada en la parábola del rico y el pobre Lázaro, para cuestionarnos acerca de nuestro trato al prójimo. Un detalle interesante es que el pobre tiene nombre, es alguien concreto, es una persona que tiene una vida y circunstancias específicas, mientras que al rico se le define en abstracto, no tiene nombre, le define su dinero, no su ser personal. Una primera reflexión nos sugiere esta peculiar aportación del Papa: ¿Consideramos al otro un ser concreto, real, cercano, o más bien, no lo consideramos tal, sino que consideramos a los otros solo por lo que poseen y no por lo que son en sí? ¿Juzgamos por las apariencias superficiales o sabemos mirar más allá de lo que vemos?

A medida que Dios iba tomando fuerza en la vida de Edith, ella fue transformándose en cauce de ese amor que la llenaba y daba plenitud. La entrega a los seres humanos, sobre todo a los más desfavorecidos, ya la podemos apreciar cuando en la I Guerra Mundial hace un paréntesis en sus estudios y se pone a disposición de los más necesitados, preparándose como enfermera. La destinan a un hospital militar de infecciosos en Austria. Su tarea iba más allá de la curación de heridas físicas, se preocupaba por ofrecer una palabra de consuelo, aliento, esperanza en aquellas circunstancias tan complejas y dramáticas. Ella asumió el dolor de tantas personas que sufrían la irracionalidad de un conflicto que generó tantas víctimas inocentes. Su intensa actividad en el hospital partía de ese amor al hermano sufriente. Aún no había hecho profesión de fe católica, pero su persona se había dejado transformar por ese Dios Amor que la buscaba, mucho más de lo que ella misma podía alcanzar con su entendimiento.

Más tarde, escribirá lo que es para ella el “prójimo”: “Para los cristianos no existen los “extraños”. Nuestro “Prójimo” es todo aquel que en cada momento está delante de nosotros y nos necesita, independientemente de que sea nuestro pariente o no, de que nos caiga bien o no, de que sea “moralmente digno” o no de ayuda. El amor de Cristo no conoce fronteras, no se acaba nunca y no se echa atrás frente a la fealdad y suciedad. Cristo ha venido para los pecadores y no los justos (Mt 9, 13). Y si el amor de Cristo vive en nosotros, entonces obraremos como Él obró” (El Misterio de la Navidad).

Edith sintió con fuerza la llamada a estar cerca de todos. De hecho, el enorme epistolario (678 cartas) que se conserva, no hace sino hablar de la cantidad de personas que se relacionaban con ella, para recibir una palabra de aliento, un consejo, una orientación en el tema de los estudios, de situaciones difíciles o gozos compartidos. En fin, un elenco de personas amigas, familiares, conocidos, hermanas de otras congregaciones, profesores, que esperaban su palabra, nacida de un corazón tocado por el Dios misericordia que había descubierto en su itinerario personal.

Podríamos aportar muchos testimonios de personas que conocían y se beneficiaban de la inmensa capacidad de acogida de Edith.

Comparto con vosotros un par de ellas. La primera, a una de sus alumnas, que dice así: “El hecho de que te den en rostro las debilidades de las personas, no debe ser motivo de preocupación. No tiene sentido un falso idealismo. Pero no confíes demasiado de tu aguda mirada. Dios es el que ve el interior de las personas. Él ve lo malo, pero también el más pequeño granito de oro, que a nosotros a menudo se nos pasa desapercibido y que desde luego en ninguna parte falta. Cree en este granito presente en toda persona, y para ello pide que se te conceda una mirada penetrante” (A Elly Dursy, 1930).

A una profesora participante en los seminarios que se realizaban en las Dominicas de Espira, donde Edith daba clases: “Al que se acerca a mí, quisiera conducirle al Señor. Y cuando me percato que las cosas no discurren así, sino de por medio anda el interés por mi persona, entonces no puedo servir como instrumento y he de pedir al Señor que se digne ayudar por otros caminos, pues nadie es para Él imprescindible (A Erna Hermann. Espira, 19 de diciembre de 1930).

No me resisto a aportar otro fragmento que me parece enormemente iluminador para la vida: “Ya sabe que ningún ser humano puede madurar y avanzar hacia delante sin sufrimiento. De esta ley no se puede liberar ni tan siquiera a los que más se ama. Un amor fuerte y sobrenatural dirá también a esto que sí, y confiar que él pueda superar pequeñas y grandes contradicciones. Sobre todo usted debe confiar en que el sacramento del matrimonio es un fundamento que no se derrumba fácilmente”(A Margarete Günter, profesora del Instituto de Munich).

Nos recuerda el Papa que cada vida que encontramos en nuestro camino es un don y merece acogida, respeto y amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y amarla, sobre todo cuando es débil. Solamente mirando a Jesús, viendo su manera de acercarse a cada persona, sus gestos, sus palabras, sus silencios también, es como aprenderemos a ser don para los hermanos.

En la Última Cena, Jesús lava los pies. Es todo un testimonio de amor que nos invita a ser servidores unos de otros, acogedores de toda persona, sobre todo, si está atravesando el misterio del dolor. Edith vivió muy de cerca el sufrimiento de su pueblo judío, que fue sometido a una implacable persecución y exterminio. Siempre una palabra de esperanza, de consuelo, de ánimo brotaba de su corazón hacia todos aquellos que junto a ella caminaban.

Vivir desde la lógica del don supone, a la vez, ser agradecido. La persona que no posee ni se posee en propiedad, entiende que todo le es dado y, por tanto, entra en un mundo de relaciones donde la gratuidad y el agradecimiento son las notas armoniosas que conforman y configuran su vida.

3.- El pecado ciega

El Papa nos advierte del pecado que nos ciega. Es cierto que el pecado no hace sino alejarnos del hermano y de Dios, pero indudablemente, esconde una enseñanza. Nos hace ver nuestras limitaciones, nuestras deficiencias, nuestras pobrezas y, si lo acogemos como “instrumento pedagógico”, podemos aprender de esa situación.

Lo importante, y a lo que se nos invita en este tiempo de Cuaresma, de manera quizá más consciente (aunque es una invitación permanente a lo largo de toda la vida), es a proyectar nuestra mirada hacia nuestras actitudes profundas, enraizadas en el corazón, ser conscientes de las mismas y dejarnos sanar por Jesús, por su misericordia; en definitiva, aprender a transformar ese pecado o esa limitación, en fuente de bondad y misericordia.

Dice Edith a una de sus alumnas: “No eres tú sola la que cometes todos los días muchas faltas; todos las cometemos. Pero el Señor es paciente y rico en misericordia. En su Providencia también puede sacar provecho de nuestras faltas, si se las ponemos delante del altar” (Carta a Anneliese Lichtenberger. Breslau, 17 de agosto de 1931).

Acertadamente afirmará Edith: “El recuerdo de nuestros pecados es solamente bueno si está ligado en el pensamiento de la misericordia de Dios” (Resumen Ejercicios Espirituales, 3-11 septiembre de 1941). Nos da la clave, que no es otra que la confianza en la misericordia de Dios; es lo único que nos puede ayudar a vivir y atravesar las situaciones de pecado en las que todos caemos, y que no hacen sino acrisolar, purificar nuestro amor a Dios y a los hermanos.

El Papa señala la codicia, la vanidad y el amor al dinero del rico de la parábola que es incapaz de ver al hermano, tan centrado está en su mundo y su persona. Necesita vivir de su apariencia, de su vestido, de su opulencia, en contraste con quien apenas puede vivir o comer, con el Lázaro que permanece postrado, queriendo comer las migajas que caen de la mesa.

La codicia nos habla de un afán desmedido por las cosas, por tener más, sea lo que sea; en la medida en que acumulamos, estamos quitando a nuestros hermanos aquello que les pertenece. Quizá el primer pensamiento vaya dirigido a los bienes materiales, al dinero, pero un valor tan hermoso como la amistad, puede transformarse en pura codicia por querer atrapar a las personas para nuestros intereses egoístas. Asimismo podríamos decir de los valores intelectuales o cualidades personales, de ese don tan preciado como es el tiempo, que nos puede esclavizar o por el contrario, si lo vivimos en clave de don, puede transformarse en una verdadera fuente de misericordia para nuestros hermanos.

Me parece muy sugerente traer en este momento de nuestra reflexión un texto en el que Edith habla de las personas con las que se encontró Jesús en su vida y que puede interpelarnos profundamente:

“Eran dos las clases de hombres con los que el Salvador se relacionó durante su vida terrena. Pobres y sencillos, y pecadores arrepentidos. Eran dos las clases de hombres con los que más duramente luchó: escribas y fariseos, es decir, precisamente los soberbios de saber y de virtudes, que se engreían de la presunta posesión de la “justicia”. Las riquezas en las que confían y a las que dan valor eterno, de modo que creen estar seguros del cielo y ya no temen a Dios, son su “recompensa”. Hacen lo que la tradición tiene por bueno y justo, y desprecian a quienes se comportan de otro modo. Jesús designó su imagen con implacable dureza: oran y ayunan para ser vistos por la gente (Mt 6, 5. 16); hacen donaciones para el templo y dejan a sus pobres padres estar en la miseria; se presentan ante el Señor para contar sus méritos y alabarse a sí mismos (Lc 18, 11), no para alabarlo, ni para suplicar tan siquiera una vez su misericordia, ya que, tan seguros de sí mismos, no sienten necesidad de ella. En ellos no encuentra la gracia entrada” (Dichosos los pobres en el espíritu).

Quizá el mayor pecado estriba en rechazar la misericordia del Señor, no dejar entrada en nuestra vida al amor de Dios, que nos descoloca y nos hace perder nuestras seguridades, comodidades. Interpelémonos en lo profundo del corazón si dejamos acceso a esa misericordia sanadora de Dios y cuáles son, en consecuencia, nuestras actitudes, desde qué motivaciones hablamos, actuamos, vivimos.

Jesús conoce nuestra naturaleza, la asumió, sabe que no somos sino un proyecto de amor, porque a imagen y semejanza de Dios fuimos creados. Y en Jesús no hubo nada que “opusiera resistencia al amor. En cada momento de su existencia vivió entregado sin reservas al amor divino. Al hacerse hombre, tomó sobre sí toda la carga de los pecados humanos, se abrazó con ellos en su misericordioso amor” (Ciencia de la cruz). ¿A qué nos invita Jesús con este gesto de “abrazar nuestros pecados”? Nos acoge a cada uno, con la carga que llevamos y nos envuelve en su misericordioso amor. Y nos invita a realizar el mismo gesto con los hermanos.

En esta semana previa a su Pasión y Muerte, os invito (me invito) a dejaros/nos llevar por esta hermosa realidad que Jesús realiza por cada uno de nosotros y a trasladar a nuestra vida lo que ello significa. No se trata de buscar o hacer nada extraordinario, quizá nuestra respuesta de amor tan solo puede encarnarse en una mirada, en un gesto o palabra al hermano que camina junto a nosotros. Jesús miró con cariño a Pedro cuando se cruzó en su camino al Calvario, miró a las mujeres de Jerusalén que lloraban por Él. ¿Nos dejamos interpelar por el Crucificado, o le volvemos el rostro? La Cuaresma es el tiempo de volver a Dios, de dejarse mirar, recrear por su amor, por Él.

4.- La Palabra es un don

Guardemos silencio antes de escuchar la Palabra,
para que los pensamientos ya estén dirigidos a la Palabra.
Guardemos silencio tras la escucha de la Palabra,
porque esta nos sigue hablando, para que viva y habite en nosotros.
Guardemos silencio por la mañana,
porque Dios debe tener la primera palabra;
guardemos silencio antes de acostarnos,
porque la última palabra le pertenece a Dios.
Guardemos silencio, no por amor al silencio,
sino por amor a la Palabra.

Dietrich Bonhoeffer

Estas bellas palabras las escribió un compatriota de Edith, que sufrió, como ella, la crueldad y el odio de unos hombres ciegos de ambición y poder. Se trata de D. Bonhoeffer, pastor de la Iglesia confesante, al que ahorcaron 15 días antes de ser liberado el campo de prisioneros donde se encontraba (9 abril 1945, Flossenbürg). Unidos por el nacimiento y la muerte, son dos mártires de la fe cristiana.

El Papa dice que la raíz de los males del rico de la parábola es la falta de escucha de la Palabra de Dios, esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y, por tanto, a despreciar al prójimo. La Palabra de Dios es una fuerza viva, capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente a Dios. Invita el Papa a vivir este tiempo cuaresmal que estamos concluyendo, a renovarnos en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. Dice asimismo que el Señor nos muestra el camino; en realidad, Él es el camino verdadero que conduce a la Vida.

Y precisamente nosotros, en este momento ya cercano a la Semana Santa, queremos permanecer junto a Jesucristo, Palabra encarnada del Padre, que, como dice San Juan de la Cruz, “en darnos como nos dio a su Hijo, que es una (=única) Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (2S 22, 3).

Quisiera, de manera breve, señalar dos actitudes de Jesús en su camino hacia la Pasión y Muerte: obediencia al Padre y abandono confiado en sus manos.

La obediencia a la voluntad de Dios que observamos en la vida de Jesús, a lo largo de todos los relatos evangélicos, adquiere una fuerza e intensidad especial en la vivencia de su momento final: “Padre, si quieres aleja de mí esta copa de amargura; pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42). Dice Edith que estas palabras de Jesús, pronunciadas en la hora más dura de su vida, “nos han sido dadas como estrellas que nos guían en nuestras horas de Getsemaní”, y “dan luz sobre el misterio insondable del ser humano y divino de Jesús” (La oración de la Iglesia).

Encontramos eco de este deseo en una carta que Edith escribió a su amiga ursulina Petra Brüning: “No tengo otro anhelo sino que, en mí y a través de mí, se cumpla la voluntad de Dios. Él sabe cuánto tiempo me deja aquí y qué sucederá después. A tus manos encomiendo mi espíritu (sal 31, 16). Ahí está todo a buen recaudo. Así que no necesito preocuparme de nada. Pero es preciso orar mucho para mantenerse fiel en cada situación. Ante todo, por tantos y tantos que lo tienen más difícil que yo, y no están tan anclados en la eternidad. Por ello, estoy agradecida de corazón a todos los que prestan ayuda” (Echt, 16-4-1939).

La obediencia no supone sumisión, es entrega libre y donación gratuita: “Yo doy mi vida, para tomarla de nuevo. Nadie tiene poder para quitármela; soy yo quien la doy por propia voluntad. Yo tengo poder para darla y para recuperarla de nuevo. Esta es la misión que debo cumplir por encargo de mi Padre” (Jn 10, 17-18).

Edith, haciendo suya esta entrega de Jesús, y tomando como modelo la figura de la reina Ester, que se ofreció para interceder por su pueblo, el pueblo judío, al que, al igual que Jesús, también pertenecía Edith, escribe de nuevo a su amiga ursulina Petra Brüning: “Confío en que el Señor ha aceptado mi vida por todos. Una y otra vez he de pensar en la reina Ester, que justamente para esto fue sacada de su pueblo, para interceder por él ante el rey (Est 4, 17–17, 1-17). Yo soy una pobre, impotente y pequeña Ester, pero el rey que me ha elegido es inmensamente grande y misericordioso. Esto es un gran consuelo” (Carta a Petra Brüning OSU. 31 de octubre de 1938).

No se podría entender, a su vez, esta obediencia sin una actitud profunda de abandono confiado en el Padre: “Pues mirad, se acerca la hora, mejor dicho ha llegado ya, en que cada uno de vosotros se irá a lo suyo y a mí me dejaréis solo. Aunque yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Jn 16, 32).

Abandono confiado en Dios que Edith vivirá hasta el final de su existencia terrena; siempre sus cartas están impregnadas de una inmensa confianza en Dios, que es quien lleva adelante su designio de amor en cada uno de nosotros. Abundando en esta idea, escribe a una conocida suya, abogada que, desde Berna (Suiza), hizo lo posible para salvar a las hermanas Stein del holocausto: “Se nos ha asegurado que antes del final de la guerra no es pensable emigrar. Y para lo que venga, hoy no se puede preparar una. Así que llevamos tranquilamente nuestra vida, y dejamos el futuro a Aquel que únicamente conoce la respuesta” (Echt, 9-4-1942. A Hilde Vérène Borsinger, jurista, directora de la revista Katholische Schweizerin, órgano de la Alianza católica femenina de Suiza).

Meses más tarde, a punto de ser detenidas por la Gestapo, escribirá: “Humanamente hablando, mi hermana Rosa y yo estamos en una situación insegura. Pero, por lo que se puede saber, no habrá variación antes del final de la guerra. Llenas de confianza, todo lo dejamos a la Providencia y, tranquilas, seguimos adelante con nuestras obligaciones” (Echt, 7 de abril 1942. A Agnella Stadtmüller, OP).

Jesús encarna en su persona estas dos actitudes que adquieren una luz especial, precisamente en los momentos de mayor oscuridad de su vida terrena. Sigue diciendo Edith en su obra Ciencia de la cruz que “Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios no solo como enviado de Dios, Hijo de Dios y Dios Él mismo, sino como crucificado”; “y esta fuerza redentora de la cruz se comunica a cuantos la reciben, se abren a ella sin exigir milagros ni razones de sabiduría humana: en ellos se convierte en esa fuerza vivificadora y formadora que hemos denominado Ciencia de la cruz”.

Nos sentimos invitados a vivir con intensidad la experiencia de Jesús, a abrir nuestro corazón y escuchar (esto es, obedecer en su sentido auténtico) y encarnar la voluntad de un Padre que nos abraza en su regazo, de quien nos fiamos plenamente, en todo momento, incluso en aquellos en que percibimos con fuerza “el escándalo de la cruz”. Solamente en el crucificado hallaremos sentido a nuestras personales cruces, unidos a Él en la cruz, viviremos el gozo de la resurrección y de la vida.

Al inicio de la Cuaresma, el Papa en su Mensaje nos invitaba a volver el rostro a Dios, a vivir con intensidad estos días de misericordia, apoyados en los medios que la Iglesia nos ofrece; centra su mensaje en la Palabra de Dios y los hermanos, que son, verdaderamente, dones para cada uno de nosotros.

Ahora que estamos a punto de iniciar la Semana Santa, que culminará en la gran noche de Pascua, quisiera terminar con unas palabras esperanzadoras que nos animan a encarnar la Palabra de Dios en nuestra vida, para ser testigos auténticos de la misericordia del Señor:

“La luz se extingue en la oscuridad del Viernes Santo, pero se eleva esplendorosa como el sol de la gracia en la mañana de la Resurrección, ese fue el camino del Hijo de Dios hecho carne. Alcanzar con el Hijo del Hombre la gloria de la resurrección a través del sufrimiento y de la muerte es el camino para cada uno de nosotros y para toda la humanidad” (El misterio de la Navidad).

Deseo que el Señor nos conceda vivir una intensa Semana Santa que nos lleve a gozar plenamente el triunfo de la Vida y de la Luz que es Jesucristo.

Anuncios

Volver a la Portada de Logo Paperblog