A Mapila, que me enseñó el ingenioso
adminículo que aquí cuento.
Los arquitectos hacemos casas y para ello aplicamos algunas técnicas de oficio, algunas destrezas y cada vez más normativa, pero hay algo que está por encima de todo eso: Cuando alguien se hace su casa o se la compra busca su lugar en el mundo, su castillo, su sitio a salvo, su hogar.
"Estar en casa". "Estar como en casa". "Ponte a gusto. Estás en tu casa". "Jugar en casa". "Como en casa no se está en ningún sitio". "La casa de los Tal". La casa es la familia, la estirpe, es el núcleo de los míos, y es mi baluarte. En mi casa no me puede pasar nada malo.
Vienes de la calle, de la lucha diaria, y al llegar a tu casa sientes cada día como cuando eras un niño y jugabas con tus amigos al escondite o al rescate: "¡Casa!" Y ya no te podían agarrar. Ya podías burlarte en la cara del que se la ligaba (en mi pueblo "la hincaba"), que no podía hacerte nada.
De madrugada abres los ojos por enésima vez. "Ya está tardando mucho mi hijo. ¿Dónde estará?" Qué alivio cuando por fin oyes la llave en la cerradura. "Ya ha llegado. Ya está en casa". Y entonces el sueño inquieto, el duermevela porque faltaba uno en casa, se puede convertir ya en sueño placentero "a pierna suelta". Ya estamos todos. Estamos a salvo.
Toda la familia está en la sala, viendo la tele, sesteando, y de pronto suena el timbre. Sobresalto. ¿Quién será? Por unos instantes todos temen que sea algún portador de malas noticias, alguna complicación, algún intento de invasión al santuario familiar.
Cuando intentan asesinar a Michael Corleone, lo que más le indigna en definitiva (y así se lo dice a su consigliere y cuasi hermanastro Tom Hagen) es que haya sido en su casa. "¡En mi casa! ¡En mi propia casa!"
En efecto, el mundo es peligroso, pero la propia casa ha de ser segura. Es su obligación.
El otro día paseaba por la calle Mayor de Alcalá de Henares y mi amigo Mapila me hizo notar que en el techo del soportal, ante las puertas de muchas casas, había un agujerito cuadrado de unos diez centímetros de lado y de unos quince o veinte centímetros de profundidad, terminado en una especie de remate o tapa superior.
Me preguntó que qué creía que podían ser esos agujeros. (Esto de ser el arquitecto del grupo le pone a uno en muchos compromisos. Menos mal que no soy médico).
Le dije que no tenía ni idea. (Pensé en algún tiro de ventilación, en alguna especie de estufa que se colocara antiguamente en la calle junto a la puerta y cuyo tubo pasara por ahí, pero me abstuve de decirlo porque Mapila tenía una mirada traviesa de "no lo vas a acertar en la vida").
Había varios iguales, ya digo, así que no se podía pensar en una casualidad o una excepción.
Pues era... ¡tachán!... ¡Una mirilla!
El padre de los videoporteros.
Cuando alguien llamaba a la puerta la familia levantaba (o levanta, todavía se ven bien conservadas) la tapa del agujero y veía desde arriba quién era.
Soy novelero, y pienso en los "paseos" que me contaban mis tíos y mis abuelos durante la guerra, y en que un tío abuelo mío vivió varios meses en la cámara de su casa y en cuanto oía un ruidito se encaramaba a una de las vigas y pasaba varias horas sobre ella, y me imagino aquí a los malos llamando a la puerta y a los buenos levantando la tapita con mucho cuidado y saliendo a escape por la cubierta o por la fachada trasera.
En esos agujeros cotillas veo historias de miedo y de huida, pero también de alegría: El hijo mayor, que viene de permiso; un hermano a quien hacía mucho tiempo que no veías (y lo primero que ves, desde ahí arriba, es lo calvo que se está quedando).
Estás en tu casa, en tu atalaya, en una posición de preponderancia. Y estás dispuesto a ejercer las virtudes de la hospitalidad o a echar un cubo de agua hirviendo, lo que se tercie. Y todo vale, y nadie te puede recriminar nada, porque la casa es el reducto sagrado, y ofrecerla a los buenos y defenderla de los malos es la obligación y el derecho inaugural y la razón de ser de la arquitectura.