El éxito es siempre una cuestión delicada, especialmente cuando dicho éxito debe atender a una frágil combinación de factores interdependientes, pero paradójicamente a menudo incompatibles. Encontrar y agrupar con más o menos maña la conjunción exacta de ingredientes que hagan que, en un momento muy concreto, un producto tenga una acogida favorable en los distintos campos para los que está diseñado abonar, es, en ocasiones, una cuestión de simple coincidencia, o de acertar más con el cuándo y el dónde que con el qué. Miren si no el fulgurante éxito masivo de productos como Candy Crush Saga (King, 2012) y otros videojuegos ensartados directamente en el esqueleto de “la red social”. A veces el contexto, entidad formada por azarosas circunstancias, es mucho más determinante que el mero contenido. Y es más, también ocurre que lo que hoy fracasa, o simplemente transcurre sin pena ni gloria como simple medianía, puede florecer dentro de unos años y destaparse como una joya incomprendida en su momento.
El punto de vista del creador de videojuegos -del que solo puedo hablar humildemente desde el conocimiento de testimonios de terceros- contempla ese equilibrio invisible pero existente entre las expectativas y el gusto del público, el favor de la crítica, y la propia conservación de su integridad como creativo a la hora de emprender el difícil proceso de crear y editar un videojuego. Conseguir, deliberadamente, ese equilibrio es difícil, lograr un grado suficiente de satisfacción en los tres espectros se torna una tarea harto complicada, especialmente si tenemos en cuenta lo voluble y cambiante del mercado, de forma paralela a la evolución de las preferencias de los jugadores y la evolución misma del perfil de propio jugador, un perfil modelado, sobre todo últimamente, gracias a prodigiosas campañas de marketing que han transformado, en cierto modo y en según qué esferas, incluso el concepto mismo de videojuego.
No es infrecuente que ciertos títulos despunten, por exceso o por defecto, en uno o varios de los citados espectros; mediocridades que se convierten en jitazos superventas, buenos títulos cuya acogida popular no pasa de templada, o creaciones especialmente inspiradas, esencialmente geniales, que se precipitan a un fracaso a menudo irrevocable por no amoldarse a la esquemática rigidez a la que parece responder la gran masa de producciones pertenecientes a una época o movimiento determinados. No obstante, no podemos despiezar estos ámbitos y afrontar su análisis de manera independiente, ya que están inextricablemente relacionados entre sí y cada uno oscila en mayor o menor medida en función del arco que trazan los otros, con lo cual no se debe perder la perspectiva. En función de dicha perspectiva hay que tener en cuenta varios factores que al menos de momento son inamovibles: por un lado, que el gusto mayoritario o de masas (no solo referido al ámbito del videojuego, esto es extrapolable al panorama fílmico o musical) nunca se ha caracterizado por un excesivo refinamiento o especialización, como consecuencia, nos guste o no, de la democratización de la cultura. Por otro lado, las apreciaciones de un importante sector de consumidores se ven a menudo influenciadas -por no decir que son, a veces, un reflejo plano- por toda esa casta de opinadores patrios que se denominan “prensa especializada” y se definen como profesionales, que en la mayoría de los casos no ha superado el cliché adolescente que la sociedad impone al sector del videojuego y que, pese a reivindicaciones y pataletas, siguen encarnando fielmente, dejando, del mismo modo, que dicho cliché transpire en su crítica (o análisis o como quieran llamarlo) tanto en la forma como en el fondo. Tampoco hay que perder de vista el concepto de accesibilidad general como factor determinante a la hora de hacer digerible un videojuego concreto (y, en última instancia, de venderlo) frente a un grado mayor de especialización o cripticismo que restrinja el radio de público objetivo.
En mi caso, y desde mi particular modo de disfrutar los videojuegos, he de reconocer que siempre fui muy amante de lo minoritario y muy proclive a rebuscar entre rarezas y fracasos, no por snobismo, sino porque tradicionalmente he hallado más placer en aguas turbias e ignotas que en la previsibilidad cristalina de una piscina atestada de gente. Y porque, qué demonios, a veces es mucho más fructífero indagar los motivos de un fracaso que los de un éxito rotundo. Y sobre indagaciones en materia de accesibilidad general como factor determinante en ese primer peldaño de la escala del éxito se podrían verter océanos de tinta a propósito de la incursión de Swery y sus colegas en la onírica lynchiana que empapa cada fibra de Deadly Premonition (Access Games, 2010), título capaz de copar los extremos más altos y bajos de la opinión crítica y popular casi sin rozar siquiera escala alguna de grises en el camino transcurrido desde su lanzamiento hasta su consolidación actual como juego de culto. Atendiendo al mencionado concepto de accesibilidad, el juego de Access Games plantea de entrada varias barreras al jugador menos especializado o curioso, barreras que se interponen entre este tipo de jugador y su gusto por entornos visuales que oscilen entre la solvencia (como mínimo) y un despliegue técnico exuberante, dinámicas de juego cómodas en tanto se ajusten a parámetros más o menos conocidos, y tramas y roles sin demasiadas aristas y preferiblemente sujetos a los conceptos más culturalmente enquistados de bien vs mal.
Deadly Premonition es el balonazo en la entrepierna a todos esos preceptos que se presuponen iniciales y necesarios para que un videojuego sea medianamente apetecible, disfrutable y digerible. Podríamos, de hecho, calificarlo como un aguerrido prototipo de juego incómodo; visualmente incómodo, jugablemente incómodo, y con una trama muy predispuesta a remover el poso del desconcierto, a despertar malestares incluso entre las psiques más aventureras. La soltura, que no ligereza, con que baraja los aspectos más turbios y obscenos de su trama -aspectos prácticamente inéditos en cualquier otro videojuego- es solo comparable al desdén que parece sentir hacia la generalizada exigencia popular por el pulimento técnico y la explosión visual como condición básica, casi imperativa, que debe cumplir un producto como premisa inicial, como mínimo exigible que debe supeditar al resto de apartados. Muy fácilmente suelen perdonarse errores estructurales que interfieren negativamente en el concepto mismo de lo lúdico mientras se vea bien, y mucho se les tira de la oreja a propuestas que plasman buenas ideas en arquitecturas técnicas o visuales deficientes.
Menos riesgo, pero quizá más experimentación si atendemos a los lindes tradicionales del videojuego, ha asumido siempre Tetsuya Mizuguchi con sus obras enfocadas a fundir la música con la pulsión lúdica como si de un solo ente se tratara. Nuevamente, la aproximación a esa siempre pintoresca periferia del videojuego ha resultado menos transitada de lo que cabría esperar teniendo en cuenta el valor de la experiencia; una experiencia digna de ser vista, oída y manipulada, pero parece que lamentablemente reservada, por su propio concepto y naturaleza, a un público reducido. Y de nuevo, aun dentro de ese restringido cerco al que el propio medio parece empeñado en relegar todo lo que sobresalga del montón homogéneo, la práctica totalidad de los títulos firmados por el creativo japonés se hallan bastante bien posicionados en el barómetro crítico colectivo.
Volviendo a la irregularidad técnica y visual como uno de los pecados capitales en esto del ocio electrónico, conviene recordar el japonismo más explosivo y puramente arcade que pueda encontrarse bajo motor tridimensional alguno: Earth Defense Force (Sandlot, 2003). Pocas experiencias se alinean de manera tan precisa con el concepto primario de videojuego. Atomizar insectos gigantes y robots del tamaño de un edificio en una consecución de fases que actúa como simple lanzadera de enemigos aún más grandes en un fluir frenético de destrucción ejecutado con los recursos mínimos posibles, pero todos ellos optimizados para lo único que importa: matar mucho, matar bien. Divertirse pulsando botones. EDF hace a la perfección justo aquello que pretende, pero se trata, por desgracia, de otra licencia periférica a causa del feísmo del que hace gala, de sus recursos espartanos y de un respaldo publicitario inexistente.
Estos ejemplos no pretenden, ni mucho menos, intentar posicionar el criterio propio como indiscutible ni este artículo trata de señalar la validez o invalidez, a la hora de hacer crítica, de esos componentes psicológicos que conforman el gusto y las preferencias personales de cada cual. Pero la crítica no debe ser reflejo, ni siquiera indirecto, del marketing, ni éste debería condicionar la visión de un crítico sobre lo que es o no es un buen videojuego. Lo contrario supone caer en el cliché, en el estereotipo, en el encorsetamiento, en el mal vicio de aplicar el mismo molde para valorar producciones que pretenden cosas totalmente dispares, inculcando asimismo este baremo en el propio lector-jugador. Sería pretencioso sugerir algo parecido a la necesidad de reeducar al jugador mediante una crítica bien hecha, pero la crítica bien hecha debería, por lo menos, valorar una obra en su multidimensionalidad, lejos de patrones preestablecidos y con total independencia. La buena crítica no impone su criterio sino que se explicita a sí misma, invitando al ejercicio de la crítica del otro, del receptor.
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